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Roma 17-III-2008

En la Misa de sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de

San Eugenio

1. Queridos hermanos y hermanas.

Ofrecemos hoy el Sacrificio Eucarístico por al alma del Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, en el decimocuarto aniversario de su dies natalis. Lo hacemos con una anticipación de seis días respecto a la fecha de su piadoso tránsito, pues el 23 de marzo coincide este año con el Domingo de Pascua. El hecho de encontrarnos ya en la Semana Santa, debe ayudarnos a prepararnos aún mejor para el Triduo Sacro de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.

Las lecturas del Lunes Santo nos ofrecen el punto de partida para considerar algunos aspectos de la vida de mi queridísimo predecesor; pueden ayudarnos a mejorar nuestra conducta cristiana. Por labios del profeta Isaías, Dios habla en la primera lectura del siervo de Yahveh. «He puesto mi Espíritu sobre él —afirma; y continúa— no gritará, ni chillará (...), no quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo vacilante. Dictará sentencia según la verdad. No desfallecerá ni se doblará hasta que establezca el derecho en la tierra. Las islas esperarán su ley»[1].

La profecía se refiere directamente a Jesús de Nazaret, el Salvador prometido al pueblo de Israel para toda la humanidad. Pero la Palabra de Dios, más allá de su significación literal, que es siempre fundamental, presenta otros significados espirituales.

En esta Misa de sufragio por mi queridísimo predecesor, las palabras de Isaías me parecen especialmente adecuadas a la figura de don Álvaro. También él, siguiendo el ejemplo del Señor, como atestiguan muchísimas personas, sobresalía por la mansedumbre de su corazón y por su bondad hacia todos; y, al mismo tiempo, por su fortaleza para llevar a cabo la tarea que el Señor le había encomendado, sin sentirse abrumado nunca por las dificultades. Estos rasgos de su carácter se reflejan muy bien en su incansable trabajo para cumplir la manda que le había legado San Josemaría: seguir dando los pasos necesarios para que la Santa Sede confiriese al Opus Dei la configuración jurídica más adecuada a su naturaleza; es decir, la transformación en prelatura personal, que el Fundador de la Obra había dejado preparada antes de ser llamado a la casa del Cielo.

Este recuerdo goza de gran actualidad. En efecto, el próximo 19 de marzo se cumplen veinticinco años de la ejecución de la Bula pontificia Ut sit para la transformación del Opus Dei en prelatura personal. La ejecución, que tuvo lugar en esta Basílica de San Eugenio, fue hecha por el Nuncio del Santo Padre en Italia. Con aquel acto solemne, se clausuró el largo iter jurídico del Opus Dei, que San Josemaría y su primer sucesor se esforzaron por seguir con gran visión sobrenatural y mucha tenacidad.

Os invito a todos a dar gracias a la Santísima Trinidad, que quiso que el Opus Dei naciera en la Iglesia y de la Iglesia, y dispuso que este hecho recibiera, en el momento oportuno, la plena y adecuada configuración jurídica.

2. ¿Qué enseñanzas, para nuestra vida personal, podemos sacar de los hechos que acabo de mencionar? Una, muy evidente, es la de tener —con urgencia diaria— una gran confianza en Dios, que desea servirse de nosotros para extender el reino de Cristo en la tierra. A pesar de nuestros límites, que son innegables, con la gracia de Dios podemos tener éxito en la tarea de amar a Cristo, y de hacerlo conocer y amar por otras muchas personas.

A todos los cristianos se dirigen las palabras que acabamos de escuchar en la primera lectura: «Yo, el Señor, te he llamado en justicia, te he tomado de la mano, te he guardado y te he destinado (...) para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la prisión a los cautivos y del calabozo a los que yacen en tinieblas»[2]. Nos toca a nosotros, discípulos de Jesucristo, la tarea de hacer resonar —como hicieron los Apóstoles— la buena nueva en el corazón y en la conducta de otros muchos. Con palabras de San Josemaría os digo, y me digo a mí mismo: «Pequeño amor es el tuyo si no sientes el celo por la salvación de todas las almas. —Pobre amor es el tuyo si no tienes ansias de pegar tu locura a otros apóstoles»[3].

Nos podemos preguntar: ¿soy consciente de que la llamada del Señor al apostolado se dirige personalmente a mí, y medito en ella frecuentemente? ¿Cómo trato de ponerla en práctica? ¿Con qué personas más cercanas —amigos, parientes, colegas de trabajo o de estudio— podría hablar de Dios, sin respetos humanos, para acercarlos a Jesús? En estos días de Pascua, quizá podemos invitarles a hacer una buena Confesión, a asistir con más regularidad al Santo Sacrificio de la Misa, a comenzar o consolidar una vida de oración, a tomar parte en retiros espirituales u otras actividades formativas. Recordad el consejo de nuestro Padre: «Eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.

¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?»[4].

3. Me dirijo ahora en especial a los jóvenes que se han reunido en Roma en gran número, durante la Semana Santa, para el tradicional encuentro del Univ. Ciertamente, las cosas que voy a decirles sirven para todos, pero me agrada pensar concretamente en los jóvenes.

Vuestra estancia en Roma, además de haceros conocer la Ciudad Eterna —tan llena de memorias cristianas—, os ha de servir sobre todo para descubrir de nuevo —quizá esta vez con mayor profundidad— la grandeza del amor de Dios. Meditad los pasos de la Pasión y Muerte de Jesús, siguiéndolo de cerca en el Viacrucis; tratad de reaccionar con la cabeza y con el corazón; dejaos atraer por Él.

En el Evangelio de la Misa de hoy, San Juan nos ha transmitido una escena verdaderamente conmovedora: la unción del Maestro en Betania. El evangelista cuenta que allí le prepararon una cena. «Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban sentados a la mesa con Él»[5]. Ya en otros momentos, la familia de Betania había puesto su casa a disposición del Señor. En esta ocasión, María realiza un gesto que quedará siempre en la Iglesia como símbolo de la completa dedicación que Jesús espera de los cristianos. En efecto, María de Betania, sin respetos humanos, «tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume»[6].

¿Qué nos dice el gesto de María? Algunos, como Judas Iscariote, critican el arrojo de aquella mujer, porque su corazón estaba vacío de amor. A nosotros, en cambio, nos habla de no tener miedo de dar todo a Dios, si Él nos lo pide, sabedores de que el Señor ha entregado antes su vida por nosotros. Responderle que sí, decirle que estamos dispuestos a seguirle durante toda nuestra existencia, no es más que corresponder a su amor, tan grande, que no sólo ha muerto y resucitado por nosotros, sino que incluso ha querido quedarse por nosotros y con nosotros en la Sagrada Eucaristía.

Estoy seguro de que, en estos días, la llamada divina resonará en lo profundo de muchos corazones. ¡No tengáis miedo de decirle que sí! El Señor no pide más de lo que le podemos dar.

En esta línea, os recuerdo algunas palabras del Santo Padre Benedicto XVI. Hace pocos meses, en una reunión de jóvenes, decía el Papa: «También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace Jesús, para establecer una alianza con Él, hace falta ser jóvenes interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con Él caminos nuevos.

Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el diálogo con el joven rico (cfr. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22); respeta su libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa»[7].

Sí. El Señor espera una respuesta de cada uno de nosotros. Desea que le demos, al menos, un amor más intenso, que se manifieste en el sacrificio; una decisión renovada de estar muy cerca de Él; un deseo activo de ser instrumento para llevarle a otras muchas personas. «Cada uno de vosotros —como escribe San Josemaría— ha de procurar ser un apóstol de apóstoles»[8].

Confiemos estas reflexiones a la intercesión de don Álvaro, que tanto se prodigó para acercar las almas a Dios. Y pidamos la ayuda de la Virgen, Madre de la Iglesia y Reina de los apóstoles, para que todos nosotros lleguemos al final de la Semana Santa renovados por la gracia de Dios y llenos de deseos de apostolado. Así sea.

[1] Primera lectura (Is 42, 1-4).

[2] Primera lectura (Is 42, 6-7).

[3] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 796.

[4] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 831.

[5] Evangelio (Jn 12, 2).

[6] Ibid., 3.

[7] BENEDICTO XVI, Homilía a los jóvenes en Loreto, 2-IX-2007.

[8] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 920.

Romana, n. 46, Enero-Junio 2008, p. 66-69.

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