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Entrevista concedida a “Entre lineas” Venezuela noviembre 2008

Usted es el Obispo Prelado del Opus Dei desde 1994 y antes vivió muchos años junto a su Fundador, San Josemaría... Podría decirnos, ¿Cuál es el mensaje del Opus Dei? ¿Qué panorama presenta el Opus Dei para el hombre actual?

El núcleo del mensaje del Opus Dei es la llamada universal a la santidad. Dios nos quiere santos a todos, a cada uno: hombres y mujeres, solteros y casados, jóvenes y menos jóvenes, sanos y enfermos, intelectuales y obreros, estamos llamados a la plenitud de la existencia cristiana en medio de las circunstancias ordinarias de nuestra vida. El 2 de octubre de 1928, San Josemaría vio, siempre lo decía de este modo, que Dios le pedía que recordara a todos los hombres la realidad de esa llamada. Así dispuso el Señor que naciera la Obra, una partecica de la Iglesia, que procura recordar esa vocación en las personas.

San Josemaría afirmaba que el mensaje de la Obra es viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo. Por esto tendrá una perenne actualidad.

Hemos de descubrir y tratar a Dios en medio de las más diversas situaciones que se nos presentan en la vida corriente, porque Él está allí, y espera de nosotros una respuesta y una adecuada valoración de los demás hermanos nuestros, para llevar el mundo a Dios, y, con frase de San Josemaría, para «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas» (Forja, 685), sirviendo así a la misión de la Iglesia.

En el servicio que el Opus Dei da a la Iglesia, ¿se hace más hincapié en la atención de labores sociales e iniciativas a favor de los más necesitados? ¿O más bien se pone el énfasis en el desarrollo intelectual y en la formación cristiana de las personas?

Los dos servicios están presentes en la actividad de la Prelatura del Opus Dei, y en la vida de cada uno de sus fieles y de las personas que participan en sus actividades formativas. Son aspectos que no se contraponen, sino que se implican mutuamente. No es posible dar lo que no se tiene. La Iglesia nos invita a transmitir el amor de Dios con acciones concretas de servicio a todos; a cada uno según sus necesidades. Pero hemos de estar bien equipados, ante todo, de amor de Dios. Por eso, los católicos necesitamos una honda formación cristiana, con conocimiento de la doctrina y con una vida de trato intenso con Jesucristo, en la oración y en los sacramentos.

El Opus Dei ayuda a mujeres y hombres a conducirse conforme a su fe cristiana en la actividad diaria; y les ofrece la atención espiritual y la formación oportunas. A partir de ahí, el apostolado principal del Opus Dei se traduce en el que realiza cada uno de sus fieles, que actúa en su propio ambiente con iniciativa personal, con libertad y responsabilidad. Hay, además, muchas labores sociales en las que el Opus Dei, como institución, garantiza la orientación cristiana. Se trata siempre de iniciativas sin fines de lucro, que ofrecen servicios educativos o de promoción social. Pero hay muchas más actividades que brindan un servicio a los demás, como fruto, entre otras cosas, del impulso que han recibido sus promotores al serles recordada, al calor del espíritu del Opus Dei, su llamada a ser santos.

Los ejemplos son numerosísimos. No faltan, desde luego, en Venezuela. He tenido la oportunidad de conocer personalmente algunas de estas iniciativas cuando estuve allí en el año 2001. Recuerdo, por ejemplo, la labor de promoción de la mujer que realizan desde el Instituto Kasanay, en las afueras de Maracaibo; también pude visitar la Universidad Monteávila, en Caracas, que en esos momentos daba sus primeros pasos y que, como toda labor universitaria, intenta prestar un servicio importantísimo para la sociedad. También he seguido de cerca todo el trabajo que se realiza desde la Parroquia de la Sagrada Familia de Nazaret y San Josemaría Escrivá de Balaguer. Por ejemplo, la síntesis del Catecismo que se distribuyó recientemente, con motivo del 80 aniversario de la Fundación del Opus Dei. Me llena de profunda alegría, y doy gracias a Dios, junto con los Obispos y fieles venezolanos, por iniciativas como ésta, que se difunden hasta por los pequeños caseríos de Los Andes o del Llano, y brindan la oportunidad de conocer más y mejor a Jesucristo y a su Iglesia.

¿Puede usted explicarnos cómo mantener una coherencia con la doctrina de la Iglesia en un mundo donde los valores se han relativizado de una manera tan alarmante?

La difusión del mensaje de Jesucristo encuentra siempre un frente de resistencia, pero lo que puede resultar imposible para el hombre, es posible para Dios y para el cristiano que se apoya en la gracia divina. La coherencia consiste en una batalla que se libra día a día, en el trabajo bien acabado, ofrecido a Dios; en el trato amable con los que nos rodean; en los detalles de servicio que se nos presentan continuamente a lo largo del día; y todo esto es posible por la fuerza recibida en la Eucaristía, en la confesión sacramental frecuente y con el esfuerzo por perseverar en la oración. San Josemaría enseñó permanentemente la necesidad de la Eucaristía, que definía como centro y raíz de la vida interior.

La Iglesia se sabe portadora de un mensaje de salvación, que ha recibido de Dios para difundirlo hasta los confines de la tierra. «El cristianismo, el catolicismo, no es un cúmulo de prohibiciones, sino una opción positiva(...). Se ha escuchado tanto sobre lo que no está permitido que ahora es preciso decir: en realidad, nosotros tenemos una idea positiva que proponer», explicaba en una ocasión Benedicto XVI (Entrevista, 13-VIII-2006). Ante el relativismo, el cristiano se sabe anclado en Jesucristo, que no pasa de moda, que tiene una perenne juventud y que se muestra siempre capaz de saciar los deseos más profundos del corazón humano. Hemos de abrir de par en par las puertas a Cristo, como nos invitaba el Papa Juan Pablo II, y dejarle entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestro mundo. Para ser coherentes, repito, hemos de mantener el trato con Dios en la oración y en los sacramentos, con el intento de que también el trabajo se convierta en oración.

El Opus Dei viene a recordar a todos la llamada universal a la santidad y el valor santificante y santificador del trabajo. Quisiéramos que nos explicara de una manera práctica cómo es posible que una persona corriente, a través de su trabajo ordinario, pueda llegar a ser santo: ¿No será esto una utopía?

San Josemaría explicaba que «hay un algo santo, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» (Conversaciones, 114).

Dios ha creado al hombre, leemos en el libro del Génesis, para que trabajara. Y el mismo Cristo nos ha dado ejemplo, con sus años de trabajo en el taller de San José, con su vida cotidiana en el hogar de Nazaret.

Todo esto refleja una realidad en la vida de muchos cristianos, que luchan cada día por acabar bien su trabajo, que procuran ofrecer a Dios todo lo que realizan, los éxitos y los fracasos, lo que resulta fácil y lo que cuesta más. ¡Cuántas personas, en Venezuela y en todas partes, se levantan temprano para atender a su familia, o para dirigirse a su lugar de trabajo, y se encomiendan a Dios desde el primer momento, van conversando con Él al salir de la casa, lo invocan para que les dé paciencia ante las inclemencias o las calamidades, piden la bendición de Dios para sus padres o para los sacerdotes, y para sus hermanos los otros hombres, se afanan por terminar bien sus tareas...! Todo esto, que puede sonar tan normal y corriente, se nos abre también como camino de santidad.

Para la mayoría de las personas, entre sus deberes de cada día ocupa un primer lugar la familia. Sin embargo, con tantas experiencias tristes y fracasos matrimoniales, algunos llegan a tener verdadero miedo a casarse, y más por la Iglesia. ¿Qué es lo más importante para que un matrimonio viva unido “hasta que la muerte los separe” y sean plenamente felices? ¿No es acaso simplemente una “cuestión de suerte” que a algunas parejas “les haya ido bien” en la vida matrimonial?

Es evidente la importancia vital que, para la Iglesia y para la sociedad, tienen la familia y el matrimonio, constituido por Jesucristo en Sacramento de la Nueva Alianza. Como Cristo ha amado a su Iglesia, así el hombre ha de amar a su mujer, dispuesto a dar la vida por ella. De igual modo, la mujer ha de ser fiel a su marido, y desplegar toda su capacidad y su entrega para crear un hogar “luminoso y alegre”, apuntaba San Josemaría. En cambio, cuando las personas buscan la satisfacción de su propio egoísmo, cuando se piensa más en lo propio que en lo de los demás, las dificultades y crisis se presentan necesariamente en la vida matrimonial y familiar.

Como afirmaba también ese santo sacerdote, «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado» (Surco, n. 795). Y el amor se prueba en el sacrificio, en la capacidad de olvidarse de uno mismo para entregarse al prójimo. El hombre y la mujer, creados el uno para el otro, han de descubrir su vocación al amor y comprender que, si desean cumplir bien su altísima tarea, deben prepararse y rezar mucho. La felicidad matrimonial se construye cada día, con detalles de servicio y de cariño, aprendiendo a perdonar y a pedir perdón, a comprender, a amar.

En Venezuela, al igual que en todas partes, hay muchos matrimonios ejemplares, cónyuges que han vivido y viven para el otro, y que han levantado, con mucho amor y no pocos sacrificios, hogares de familia, acogedores, simpáticos y alegres. Yo invitaría a los jóvenes venezolanos a mirar esos ejemplos, a no dejarse llevar por los falsos modelos que tantas veces se nos proponen y a saberse pioneros, porque cada uno tiene que batallar, con la ayuda de Dios, para responder con amor a su vocación.

Ante el panorama del mundo actual, muchos se lamentan de cómo ha prosperado el mal y el modo como se difunde la cizaña. San Josemaría repetía que había que “ahogar el mal en abundancia de bien”. También le hemos escuchado decir a usted que estos tiempos que vivimos son tiempos maravillosos. Quisiéramos que nos explique mejor estas ideas: ¿cómo es posible que el mal se ahogue con el bien y cuáles son las razones del optimismo cristiano?

En efecto, son tiempos maravillosos los que nos ha tocado vivir, y en los que Dios nos ha llamado a la existencia para conocerlo y amarlo, para llevarlo a todas partes. Asistimos a grandes desarrollos tecnológicos, científicos, médicos, en el campo de la comunicación... Afrontamos, con diversos matices en los distintos lugares del planeta, no pocas dificultades con el avance del relativismo moral, de la difusión de la droga, de la inestabilidad familiar o de la falta de atención de los padres hacia la educación de sus hijos, etc. La Iglesia, sin embargo, sabe que la respuesta para los grandes interrogantes y desafíos se encuentra en una Persona: Cristo, que ha dado su vida por nosotros y que nos comunica, con la fuerza de su Resurrección, una esperanza que no defrauda (Rm 5, 5)

Jesucristo ha vencido a la muerte, al pecado y al demonio. Él nos acompaña en la Eucaristía; nos busca y nos escucha en todo momento. Él nos ha enviado, junto con el Padre, al Espíritu Santo, para renovar nuestros corazones y comunicarnos su propia vida divina. ¿No tenemos acaso profundos motivos para llenarnos de esperanza?

Hace falta esfuerzo personal, luchar, ciertamente, porque Dios desea contar con nuestra respuesta para contribuir a que este mundo nuestro sea más humano. «Estas crisis mundiales son crisis de santos», escribió San Josemaría (Camino, n. 301). La respuesta ante la proliferación del mal debe vertebrarse, por tanto, en un empeño humilde y decidido por vivir nuestra vocación a la santidad.

Usted ha estado en Venezuela en 1974 y 1975, acompañando a San Josemaría en su viaje de catequesis por nuestro país; y hace siete años, en agosto de 2001: ¿qué recuerdo conserva en su memoria, que quiera compartir con nuestros lectores al final de esta entrevista?

San Josemaría tenía mucho cariño a Venezuela y a su gente. Puedo decir que yo también. Recuerdo, por ejemplo, lo que dijo nuestro Fundador en un encuentro que tuvo con muchas personas en 1975, pocos meses antes de su fallecimiento. Alguien le preguntó qué esperaba de Venezuela, y contestó: “Yo espero de esta nación tan grande, tan grande, tan grande, que tiene un presente hermoso, y un porvenir lleno de bendiciones de Dios, que sea cada día mas cristiana. Más cristiana en la cabeza de las gentes, en la fe, en las costumbres, en el modo de vivir, en el modo de obrar, en el modo de quererse unos a otros, en el modo de contribuir a la paz del mundo”. Pido a Dios que este deseo y esta esperanza de San Josemaría se hagan realidad. Me dirijo a Nuestra Señora de Coromoto, para que continúe protegiendo a esta tierra suya, y llene de bendiciones a su Iglesia que peregrina en Venezuela y a todos los hombres y mujeres, sean o no católicos, de este gran país.

Romana, n. 47, Julio-Diciembre 2008, p. 302-306.

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