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Ciudad del Vaticano 14-X-2008

Intervención en la Asamblea del Sínodo de los Obispos,

Osservatore Romano

En relación con las reflexiones presentes en el Instrumentum laboris (nn. 24 y 41) sobre la Palabra de Dios en la vida del creyente, considero que es interesante remontarse a la vida de los santos. En ellos, el encuentro con la Palabra de Dios por medio de la lectura de la Sagrada Escritura no ha constituido sólo una luz intelectual, sino que ha producido también un cambio radical en su existencia. ¿Cómo no recordar que un pasaje de la carta a los Romanos (13, 13-14) tuvo un papel decisivo en el recorrido hacia la conversión de San Agustín, como él mismo cuenta en el famoso episodio de “tolle, lege”? (cfr. San Agustín, Confesiones, 8, 12, 29-30). Pienso que nosotros, como pastores, estamos llamados, todos los días y en primera persona, a poner en práctica la Biblia y en particular el Evangelio. Hemos de tener —nosotros, y también nuestros sacerdotes y los laicos— una sed ardiente de Jesucristo, viviendo cada episodio del Evangelio como si fuéramos un personaje más.

Es lo que observamos en muchos de los que escuchaban a Jesús. En el discurso eucarístico de Cafarnaúm, por ejemplo, es su propio contenido noético lo que interpela vitalmente. Mientas muchos se escandalizan y se separan de Cristo, Pedro confiesa: Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). De modo análogo, el hecho de que la Palabra de Dios no se dirija sólo al entendimiento, sino también al corazón, resulta claro en el episodio de Emaús: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32).

La Biblia pide una respuesta por parte del interlocutor creyente: la respuesta de la oración, como recuerda la Constitución conciliar Dei Verbum (n. 25). Quien escucha la Palabra de Dios con una actitud de oración —tanto en común, que llega a su máxima expresión en la celebración litúrgica, como personal, en la intimidad del corazón— no sólo aprende unos contenidos, por medio del conocimiento de los grandes acontecimientos y figuras que marcan la historia de la salvación, sino que busca también asimilar esas enseñanzas y acontecimientos para aplicarlos a su vida personal, para ser capaz de trasmitirlos a otros. Considero, por tanto, que es muy oportuno que nosotros, pastores, en el sacramento de la Confesión, recomendemos con frecuencia a los fieles que lean el Evangelio, que enseñemos a participar en lo que en él se nos narra e invitemos a los penitentes a trasmitir a su vez ese mismo consejo a otras personas: colegas, familiares y amigos.

No es suficiente meditar unas ideas o unos episodios que suscitan nuestra admiración por la verdad, la bondad o la belleza que reflejan; es necesario conseguir que, como han hecho siempre los santos, todos los cristianos procuremos aplicar esos textos a nuestra vida personal, la vida de cada día, para trasformarla. Naturalmente, esto vale para toda la Biblia, pero sobre todo para el Nuevo Testamento, porque es una comunicación que produce hechos y cambios de vida.

El hombre, a diferencia de los demás seres vivos, necesita saber quién es para poder serlo plenamente. En otras palabras, el hombre necesita encontrar el sentido de su vida, algo que ilumine los múltiples aspectos de su actividad. Por eso es un ser que escucha. Las mujeres y los hombres advierten la necesidad, cada vez más apremiante, de escuchar palabras de vida eterna, es decir, la Palabra de Dios, la única capaz de dar un sentido auténtico a la vida; y necesitan no sólo ser oyentes de la Palabra, sino también contemplarla y ponerla en práctica.

Considero también que es muy oportuno conseguir que la lectura de los textos de la Misa se haga bien, es decir, como lectura de algo que se vive de verdad, sin convertirla en una especie de declamación teatral. El sacerdote, el diácono, el lector han de “introducirse” en el texto con la seguridad de que Dios les está hablando a ellos y a toda la comunidad.

Romana, n. 47, Julio-Diciembre 2008, p. 288-289.

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