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Roma 22-XI-2008

En la ordenación diaconal de fieles de la Prelatura, Basílica de San Eugenio

Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos hijos míos que estáis a punto de ser ordenados diáconos.

Una vez más celebramos, con profunda gratitud, la solemnidad de Cristo Rey y, con ella, llegamos al término del año litúrgico. No es cosa nueva que, en esta fecha, algunos fieles de la Prelatura sean ordenados diáconos. Demos gracias a Dios, en primer lugar, por este don suyo a la Iglesia universal y a esta pequeña parte de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei.

Os recuerdo que San Josemaría, refiriéndose a sus hijos sacerdotes —y por tanto también a vosotros, que os estáis preparando para recibir este sacramento dentro de seis meses—, aseguraba que somos hijos de su oración y, mientras vivía en la tierra, también de su mortificación. Nuestro agradecimiento a este santo sacerdote, que nos ha querido tanto, ha de manifestarse en propósitos firmes de lealtad a Jesucristo y a su Iglesia.

La solemnidad litúrgica que celebramos hoy proclama una certeza esencial para todos los cristianos: que Cristo es el Rey del Universo. Nos lo explica San Juan en el Apocalipsis, con palabras llenas de poesía: vi el cielo abierto: en él un caballo blanco, y el que lo monta se llama Fiel y Veraz (...); está vestido con un manto teñido de sangre, y su nombre es: “El Verbo de Dios” (...). Un nombre lleva escrito en el manto (...): Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19, 11-16).

En los tiempos actuales, cuando tantos pretenden excluir a Cristo de la vida de las naciones, es un deber proclamar —sin miedos ni reticencias— que Cristo es Rey: «Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un catolicismo de media tinta; ante los que quieren poner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma...: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico Rey de todos los corazones..., también de los suyos»[1].

Regnare Christum volumus!, repitió tantas veces San Josemaría. Queremos que Cristo reine; y lo deseamos porque su Reino es «eterno y universal: Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz»[2]. Además, queremos «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres»[3], porque somos conscientes de que Él es el único camino para colmar los corazones de alegría y para instaurar la concordia entre los pueblos, de modo que la humanidad progrese realmente por el camino de la justicia y de la solidaridad. Cristo es el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin (Ap 22, 13). Los cristianos alimentamos la «certeza de la esperanza», como subrayaba recientemente Benedicto XVI. «El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta»[4], porque la luz y la gracia divinas sostienen nuestra fe y nuestro optimismo.

Jesucristo no es un rey déspota, que se impone por la fuerza: desea reinar en nuestras vida respetando nuestra libertad. No es un dominador que vive apartado de nosotros, que no comprende las necesidades y las aspiraciones de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. Cristo es «un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que (...) mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»[5]. Llega a tal punto el espíritu de servicio de Jesús hacia cada uno de nosotros, que —como afirmaba audazmente San Josemaría— «en delirio de Amor, hasta abandona —¡ya me entiendes!— el magnífico palacio del Cielo, al que tú aún no puedes llegar, y te espera en el Sagrario»[6].

Por eso, continuando con las enseñanzas del Fundador del Opus Dei, convenzámonos de que «si dejamos que Cristo reine en nuestra alma (...), seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! (...). ¡Si los cristianos supiésemos servir! (...). Sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»[7].

El verdadero cristiano quiere servir a los demás. Las palabras del Evangelio de la Misa nos confirman en el hecho de que el Señor concede el premio eterno como recompensa por el servicio al prójimo: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis (Mt 25, 34-36). Y a la pregunta: Señor, ¿cuándo te hemos prestado estos cuidados?, Cristo responde: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40).

«Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama (...). Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero (...). El amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos” (1 Cor 15, 28)»[8].

Cualquier servicio prestado a nuestro prójimo, cercano o lejano, de orden material o espiritual, si se realiza por amor de Dios, es un servicio hecho al mismo Jesucristo, que ha querido identificarse con sus hermanos y hermanas, de modo especial con los más necesitados; y este servicio es digno de recompensa.

San Josemaría, sirviéndose de una expresión tajante, hablaba de la necesidad de “hacerse alfombra en donde los demás pisen blando”. Aplicaba esta metáfora, de modo especial, a los ministros sagrados, pero no sólo a ellos, porque todos los cristianos, en virtud del Bautismo, participan de modo diverso en el único sacerdocio de Cristo. Para evitar que esas palabras se entendieran en sentido débil, como una frase poética, el Fundador del Opus Dei solía añadir: «Al predicar que hay que hacerse alfombra (...) no pretendo decir una frase bonita: ¡ha de ser una realidad!

»—Es difícil, como es difícil la santidad; pero es fácil, porque —insisto— la santidad es asequible a todos»[9].

A la luz de estas consideraciones, podemos examinar cómo ponemos en práctica el espíritu de servicio en la familia, en el ambiente de trabajo, en las relaciones sociales más comunes. Preguntémonos: ¿puedo considerarme un verdadero servidor de los demás? Esta ordenación diaconal es una invitación más a serlo efectivamente, pues estos hermanos nuestros están llamados a ser, de ahora en adelante, de modo especial, siervos de los demás mediante la predicación de la Palabra de Dios, la participación en el servicio del altar y el servicio de la caridad.

Me dirijo ahora más directamente a los nuevos diáconos. A vosotros, hijos míos, se aplican de modo especial las palabras del profeta Ezequiel. Mantened en la mente lo que ahora os dice: Yo mismo pastorearé mis ovejas y las haré descansar (...). Buscaré a la perdida, haré volver a la descarriada, a la que esté herida la vendaré, y curaré a la enferma. Tendré cuidado de la bien nutrida y de la fuerte. Las pastorearé con rectitud (Ez 34, 15-16). Conservad, pues, bien en la memoria que seréis ministros de Cristo, el cual desea conducir al Cielo a su grey sirviéndose de vosotros como instrumentos: ahora como colaboradores del Obispo y de los sacerdotes; luego, con mayor razón, cuando recibáis la ordenación sacerdotal.

No os faltarán nuestras oraciones en la realización de vuestras tareas. Es deber del pueblo cristiano rezar por sus ministros sagrados —desde el Papa y los Obispos, hasta el último diácono recién ordenado—, pidiendo al Señor que envíe muchos trabajadores a su viña. Unámonos también a la persona y a las intenciones del Cardenal Vicario de Su Santidad en Roma.

Hermanos y hermanas, no descuidéis este deber. Sobre todo vosotros, padres y parientes de los nuevos diáconos, rezad y haced rezar por ellos. Será el mejor modo de agradecer a Dios este don que ha hecho a vuestras familias, a la Prelatura del Opus Dei y a toda la Iglesia.

Pido a la Virgen, Madre nuestra; a San José, su castísimo Esposo; y a San Josemaría, nuestro queridísimo Padre, que guíen a estos hijos suyos con mano segura por el camino del servicio ministerial que hoy comienzan a recorrer. Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 608.

[2] Prefacio de la Misa de Cristo Rey.

[3] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 685.

[4] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 12-XI-2008.

[5] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 179.

[6] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 1004.

[7] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 182.

[8] BENEDICTO XVI, Carta enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 18.

[9] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 562.

Romana, n. 47, Julio-Diciembre 2008, p. 278-280.

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