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Apostolicidad de la Iglesia y apostolado de los fieles laicos

Philip Goyret

Pontificia Universidad de la Santa Cruz

«La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (Apostolicam Actuositatem -AA- 2,1): he aquí una afirmación conciliar de gran envergadura, que impregna poco a poco, pero sin pausa, todo el entramado eclesial actual de la Iglesia. El derecho y el deber de cada cristiano de participar activamente en la tarea de evangelización no procede de un hipotético mandato emitido por una autoridad humana, sino del sencillo y sublime evento bautismal. Con el carácter bautismal, en efecto, el fiel adquiere el sacerdocio común, con su triple función profética, sacerdotal y real.

Sin embargo, los bautizados no desempeñan su misión evangelizadora de modo anárquico, como si cada uno actuara por su cuenta, sin relación alguna con la actividad de los demás. El Evangelio que se ha de transmitir, en efecto, es un Evangelio recibido, un don gratuito: tiene un contenido salvador, del cual el fiel nunca será dueño. La difusión del Evangelio, como obra confiada también a los fieles laicos, se ha de realizar en fidelidad al Evangelio mismo, y de él surgen los criterios y las orientaciones para la misión, dentro de los cuales encuentra espacio la legítima y fecunda espontaneidad del apostolado de los laicos.

En este contexto, existe el peligro de considerar a la Iglesia exclusivamente como una institución que recibió, desde lo alto, el mandato de custodiar y difundir el Evangelio: ya sea dando a los cristianos como alimento el Evangelio, que ellos, a su vez, han de difundir; ya sea realizando la misión en primera persona a través de sus Pastores; ya sea vigilando para que nadie traspase los límites permitidos. Desde el punto de vista de los fieles laicos, está visión de la evangelización puede resultar algo empobrecedora, como si la Iglesia no fuera más que una especie de surtidor de combustible o un cuerpo de vigilantes, que tienen como oficio mantener el «tráfico misionero» en movimiento, con fluidez y dentro de la calzada oportuna.

Es conveniente, en cambio, tomar conciencia de que la responsabilidad de los fieles laicos en la evangelización se debe a dos causas concomitantes: su condición cristiana y su condición eclesial. Para estos fieles la Iglesia no es solo una institución que proporciona servicios pastorales y de vigilancia, sino una realidad constitutiva de su ontología espiritual y misionera. Es decir, también el hecho de que ellos (los laicos) son Iglesia es fuente de su impulso misionero y determina la modalidad de su actuación. El apostolado de los laicos, en definitiva, es siempre un apostolado eclesial, tanto en su forma personal, como en la forma asociada o de cooperación con la jerarquía.

Todo esto tiene un fundamento sólido en la doctrina conciliar, que conviene poner debidamente en evidencia. Es preciso, además, sacar las consecuencias, mostrando cómo la apostolicidad de toda la Iglesia, la que proclamamos en el símbolo niceno-constantinopolitano, se vierte en la misión apostólica que los laicos desempeñan. Todo esto se ha de manifestar también en el terreno del apostolado específico de los laicos, en el contexto de las más amplias relaciones Iglesia-mundo. Queda así perfilada la estructura de este estudio, que concluirá resaltando algunas consecuencias que conciernen a la relación entre secularidad y comunión eclesial.

Naturaleza «eclesial» de la misión de los fieles

«La Iglesia peregrinante es por su naturaleza misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (AG 2,1): con estas solemnes palabras se abre el Decreto conciliar Ad Gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, todo el documento queda en perspectiva trinitaria. La Iglesia in terris es contemplada como la prolongación en la historia humana de la misión visible del Hijo y del Espíritu Santo; el acto por el cual Dios se comunica a las criaturas se cumple por medio de las misiones del Hijo y del Espíritu, que, a su vez, se remontan a las procesiones trinitarias[1]. Durante nuestra peregrinación en la tierra, por lo tanto, el ser eclesial es un ser misionero, de modo que quien participa en esta eclesialidad participa también en su aspecto misionero.

Esta perspectiva trinitaria de la misión eclesial, enunciada en los nn. 2-4 del Decreto Ad gentes, es en realidad una consecuencia necesaria de la perspectiva trinitaria de la entera comunión eclesial, así como la describen los nn. 2-4 de la Const. Lumen gentium (LG). En este último documento, en efecto, se citan unas palabras de San Cipriano: «Así se manifiesta toda la Iglesia como “una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (LG 4,2). La comunión eclesial es, en definitiva, una participación en la comunión intratrinitaria; y la misión eclesial es concebida como la dimensión dinámica, in terris, de la comunión divina[2].

Este mismo contexto teológico permite esclarecer la dimensión eclesial de la salvación, que el Decreto Ad gentes (AG) pone al inicio mismo del texto, como elemento de referencia obligada: «plugo a Dios llamar a los hombres a la participación de su vida no sólo en particular, excluido cualquier género de conexión mutua, sino constituirlos en pueblo, en el que sus hijos que estaban dispersos se congreguen en unidad (Cf. Jn 11,52)» (AG 2,2). Según el designio de Dios, por tanto, los hombres se salvan in Ecclesia, sin que esto elimine, naturalmente, la dimensión personal de la salvación («no sólo en particular... sino en pueblo», afirma el texto): la salvación es, al mismo tiempo, personal y eclesial. Se trata de una idea que aparece también en el Decreto Unitatis redintegratio (UR), aunque formulada de modo distinto: «La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que el Hijo Unigénito de Dios fue enviado al mundo por el Padre, para que, hecho hombre, regenerara a todo el género humano con la redención y lo redujera a la unidad» (UR 2,1). Para los hombres, en efecto, ser regenerados y ser congregados son dos dimensiones de la única realidad de la redención; la gracia salvadora es al mismo tiempo regenerante y congregante.

El enfoque adoptado por el Concilio, por tanto, presenta una implicación mutua entre las condiciones cristiana, eclesial y misionera. Desde la Pentecostés y hasta la Parusía, en efecto, existe entre estas dimensiones una correlación mutua innata: ellas no subsisten aisladamente sin incurrir en contradicción. Más exactamente, se constata que toda acción misionera es siempre una actividad eclesial (y cristiana); toda forma de evangelización, como contenido de la misión, se lleva a cabo in Ecclesia y ab Ecclesia.

Como es natural, lo que vale para todos los cristianos vale también para los fieles laicos y para su apostolado, en sus diversas formas: el apostolado personal laical es siempre eclesial, aunque frecuentemente no sea un apostolado «eclesiástico», en el sentido de tomar parte en actividades apostólicas públicas de la Iglesia. Como apostolado «eclesial», podemos pensar que los atributos de la Iglesia tienen, de algún modo, un cierto influjo en el apostolado de los laicos. Por supuesto, entre los cuatro atributos destaca la apostolicidad de la Iglesia, especialmente acorde con el tema de nuestro estudio, de modo que le dedicaremos una atención privilegiada.

Naturaleza «apostólica» de la misión de los fieles

Consideraremos, en primer lugar, la apostolicidad de la Iglesia en general; analizaremos, luego, el origen simultáneo de la condición de fieles y del ministerio jerárquico, en el Colegio de los Doce, y sus consecuencias para nuestro tema; finalmente estudiaremos la relación entre apostolicidad y catolicidad, siempre desde la perspectiva del apostolado de los fieles.

La apostolicidad de la Iglesia

En el símbolo de fe niceno-constantinopolitano encontramos el artículo eclesiológico enunciado según la formulación «(credo) unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam». Los cuatro adjetivos que preceden al sustantivo «Iglesia», que la teología llama «propiedades», tienen una interesante historia, demasiado extensa para ser examinada en esta sede[3]; conviene, sin embargo, tener presente que, entre estas cuatro propiedades, la apostolicidad fue la última que se introdujo en la profesión de fe[4]. Desde luego, la Iglesia era apostólica ya en su origen, pero la formulación conceptual de la apostolicidad necesitó de la conceptualización previa de las otras tres propiedades. La apostolicidad aparece en los símbolos del siglo IV unida con frecuencia a la catolicidad[5], hasta encontrar su posición definitiva en el símbolo de Constantinopla junto a las otras tres propiedades[6]. Sea cual sea el proceso histórico de estas propiedades, lo que importa aquí es percibir la implicación mutua entre ellas. En efecto, quince siglos después, en una declaración magisterial durante el pontificado de Pío IX, se afirma que «la verdadera Iglesia de Jesucristo está constituida por autoridad divina y se reconoce por sus cuatro notas, que afirmamos creer en el símbolo. Cada una de estas notas está tan unida a las demás, que no puede ser separada de ellas»[7]. También el Vaticano II afirma una conexión recíproca entre las cuatro propiedades, precisamente en el ámbito misionero: «Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve» (AG 6,6). El estudio concreto de la apostolicidad pondrá en evidencia la conexión múltiple con las otras tres notas, en particular con la catolicidad.

Pero, ¿qué quiere decir la apostolicidad de la Iglesia? Siguiendo las huellas de la tradición teológica sobre la apostolicitas originis, fidei, successionis, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido: 1) fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los Apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (...); 2) guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (...), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (...); 3) sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5)» (CCE 857).

La apostolicidad «de origen» procede del mandato misionero de Mt 28,18-20 y de la Pentecostés, cuando los Apóstoles, movidos por el Espíritu, empezaron a predicar el Evangelio. En el designio de Dios, una vez concluida la visibilidad de las misiones del Hijo y del Espíritu, éstas se unen en su actuación invisible obrando por medio de los Doce. Los Apóstoles se convirtieron así en el «fundamento» de la Iglesia (fundamento secundario), «siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, sobre quien toda la edificación se alza bien compacta para ser templo santo en el Señor» (Eph 2,20-21). Lo que aquí interesa subrayar es que toda la Iglesia tiene como origen a los Apóstoles: en ellos se encuentra como «concentrada» toda la realidad eclesial. Los nuevos creyentes, en efecto, se añaden a la primera comunidad (Act 2,41.47; 5,14; 11,24; 17,4). La Iglesia crece como crece un cuerpo, de modo que «-compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro- va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad» (Eph 4,16). Como es natural, el crecimiento del cuerpo se realiza por don de Dios, pero es importante darse cuenta de que «también el mismo cuerpo toma parte en ello»[8].

Si bien, antes de Pentecostés, ya existían otros discípulos además de los Doce, ellos alcanzan el número simbólico de ciento veinte (Act 1,15), en clara referencia a una «multiplicación» de los Doce. También estos discípulos son «enviados», pero el mandato formal de la misión lo recibió solo el grupo de los Doce. El Pueblo de Israel, que procedía en su totalidad de los doce hijos de Jacob, mantiene su continuidad en los doce Apóstoles, que constituyen «los gérmenes del nuevo Israel» (AG 5,1). En este sentido, Santiago puede iniciar su epístola dirigiéndola «a las doce tribus dispersas por el mundo» (Iac 1,1)[9].

La apostolicidad originaria pone en evidencia también otros aspectos importantes. Los Doce son «Apóstoles», esto es, enviados al servicio del Reino de Dios, con plenos poderes[10]. Los Doce desempeñan su misión conscientes de su carácter de «enviados» y, por tanto, como una tarea no propia, sino recibida. Esto implica también que la comunicación que Dios realiza de sí mismo, la transmisión del Evangelio, se cumple, a partir de la Ascensión de Cristo, a través de la misión apostólica: Dios se comunica a los hombres por medio de unos hombres. El acceso al Reino de Dios se consigue por medio de sus enviados; en este sentido, la apostolicidad implica la visibilidad humana y social de la Iglesia, además de su naturaleza espiritual[11].

A la luz de la apostolicitas originis de la Iglesia, la apostolicitas doctrinae se entiende como su natural consecuencia. Todo lo que creemos en la Iglesia procede de la predicación apostólica; la fe profesada en el Credo es la fe apostólica. Es interesante notar cómo Santo Tomás de Aquino, cuando trata de las cuatro notas de la Iglesia, prefiere hablar de «firmitas» más que de apostolicidad[12], porque la estabilidad eclesial consiste en enseñar la misma doctrina de los Apóstoles. Para el Aquinate, la apostolicidad de la Iglesia es la de su fe, y en esto el Doctor Angélico manifiesta coherencia con la expresión «congregatio fidelium» con la que le gusta llamar a la Iglesia[13].

Si se mira «hacia atrás» en la historia, este aspecto de la apostolicidad, como afirma la Comisión Teológica Internacional, «no significa solamente que ella (la Iglesia) sigue confesando la fe apostólica, sino que está decidida a vivir bajo la norma de la Iglesia primitiva»[14]. Si, en cambio, contemplamos la misión de los Apóstoles mirando hacia adelante, percibimos que, como es evidente, su misión consistió en la predicación del Evangelio. Los Apóstoles mismos «hacen la Iglesia» difundiendo la fe, «congregando en la fe» a los nuevos creyentes. La actual participación en la misión apostólica, ahora como entonces, lleva consigo sustancialmente el mismo esfuerzo.

Por una parte, la misión apostólica se prolonga en el tiempo como misión de toda la Iglesia, como expondremos detenidamente más adelante. Por otra parte, el ministerio de los Apóstoles, como pastores de institución divina, encuentra su continuidad exclusivamente en sus sucesores, los obispos, con la ayuda de los presbíteros y los diáconos. Este aspecto de la apostolicidad de la Iglesia recibe el nombre de apostolicitas successionis y ha sido solemnemente reafirmada en el último Concilio Ecuménico: «también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que permanentemente ejercita el orden sacro de los Obispos. Por ello, este Sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido por institución divina a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, a quien los desprecia a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc 10,16)» (LG 20,2). La Lumen gentium explica, en el mismo punto, el porqué de la sucesión: «Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir en todo tiempo es el principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual los Apóstoles en esta sociedad jerárquicamente organizada tuvieron cuidado de establecer sucesores» (LG 20,1).

«El Evangelio que ellos deben propagar», aunque lo difunde toda la Iglesia, como acabamos de ver, necesita, al mismo tiempo, un ministerio específico, el episcopal, para que el Evangelio sea «en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia». La Iglesia, por tanto, que trasmite y difunde el Evangelio, no se autodona el Evangelio, sino que lo recibe continuamente desde lo alto, en la Palabra y en los sacramentos. Con palabras de la CTI, se puede decir que: «la sucesión apostólica es, pues, aquel aspecto de la naturaleza y de la vida de la Iglesia, que muestra la dependencia actual de la comunidad con respecto a Cristo, a través de sus enviados». Como realidad ministerial, la sucesión apostólica es «el sacramento de la presencia activa de Cristo y del Espíritu en medio del Pueblo de Dios»[15]. El ministerio ordenado, en el cual se perpetúa el ministerio apostólico, nos recuerda que la salvación, que toda la Iglesia trasmite, no procede de ella, sino de Dios.

Podemos entonces afirmar: 1) toda la Iglesia es apostólica, pero solo los obispos son los sucesores de los Apóstoles[16]. 2) La misión apostólica es constantemente prolongada por la Iglesia entera, pero la tarea pastoral de los Apóstoles subsiste exclusivamente en el ministerio episcopal (y, de modo subordinado, también en el ministerio presbiteral y diaconal). 3) La sucesión apostólica está al servicio de la apostolicidad de la Iglesia; como sigue diciendo la CTI, «esta apostolicidad común a toda la Iglesia está vinculada a la sucesión apostólica ministerial, que es una estructura eclesial inalienable al servicio de todos los cristianos»[17].

La misión apostólica, por lo tanto, es realizada conjuntamente por los fieles con sus pastores, pero no de modo «paralelo», sino orgánico y mutuamente relacionado. En este sentido, el texto, ya citado, de Eph 4,15-16 proporciona más claridad: en efecto, el esfuerzo de todos los miembros de la Iglesia para que «crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo», no se lleva a cabo de modo anárquico, sino armónico, en el interior de un cuerpo «compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro».

En este contexto se debería entender mejor lo que se dijo antes sobre la eclesialidad «concentrada» en la apostolicidad originaria. Los doce Apóstoles fueron al mismo tiempo fieles y pastores, y dieron origen tanto a la unión de los fieles como al ministerio de la sucesión. Lo que en su origen era una sola cosa en las personas de los Apóstoles, tendrá que ser conservado en unidad en la relación entre fieles y pastores. La apostolicidad de la Iglesia empapa de este modo la relación entre comunidad y ministerio desde dentro; no sólo como exigencia de la organización de una comunidad, ni tampoco sólo como imperativo moral, sino como un aspecto unitario constitutivo de la Iglesia.

De las reflexiones expuestas hasta ahora surge un modo de concebir la apostolicidad más dinámico y cualitativamente más rico que la simple identidad entre la fe de hoy y la predicación apostólica. La Iglesia de hoy es la misma Iglesia de los Apóstoles, pero hemos de añadir que la misión de la Iglesia es la misma misión apostólica, y que, por tanto, se ha de desempeñar more apostolico. Es preciso, por tanto, volver a descubrir el carácter permanente y dinámico de la apostolicidad: la Iglesia, engendrada por los Apóstoles, ha de ser continuamente “re-engendrada apostólicamente” en todo tiempo y lugar.

La participación de los fieles en la misión apostólica

A pesar de lo que hemos recordado sobre la participación de toda la Iglesia en la misión apostólica, es necesario reconocer que todavía hoy, para muchos fieles, los destinatarios del mandato misionero siguen siendo exclusivamente los Apóstoles y sus sucesores en el ministerio: es decir, los obispos, con la ayuda de los presbíteros y los diáconos. Para sacudir esas conciencias entumecidas escribió San Josemaría, en el ya lejano 1939, un conocido texto, dirigido a los cristianos en general: «“Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros...”. -Esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti»[18]. El texto, en tono escueto, lee Mt 28,19-20 como un mandato dirigido a todos los cristianos, aunque, según una estricta literalidad, haya sido dirigido a los once Apóstoles.

Desde el punto de vista del magisterio, el argumento ha sido tratado de modo directo en el último Concilio, concretamente en AG 5,1, cuya gestación en el aula conciliar proyecta una sugerente luz sobre nuestro asunto. Refiriéndose al mandato misionero enunciado en Mt 28,19-20, el textus prior afirmaba: «Quod munus post eos haereditavit ordo episcoporum, una cum Successore Petri Ecclesiaeque visibili Capite. In exsequendo vero hoc mandato Ecclesia tota cooperatur, unusquisque secundum locum, officium et gratiam in corpore»[19].

Este texto, que no aparecía en el esquema preparatorio, se introdujo con el propósito de conectar el concepto de misión con la noción de apostolicidad. En uno de los votos presentados para la elaboración del texto se señalaba que «la evangelización y el establecimiento de la Iglesia tienen su origen y forma a partir del designio de Dios, comunicado no al pueblo, sino a los Apóstoles y a sus sucesores. El “mitto vos” es pronunciado para los discípulos que Cristo había escogido, y, precisamente por esa elección y misión, ellos se llaman “Apóstoles”, o sea enviados»[20]. Se llegó así a un enfoque que, por una parte, sostenía que la misión procedía de la apostolicidad, según el texto de Mt 28,19-20; pero concebía la misión como una tarea propia de la jerarquía (los sucesores de los Apóstoles), en la cual a los sencillos fieles («Ecclesia tota») solo les quedaba un papel de «cooperación». En definitiva, la misión conferida a los Apóstoles pasaría a los obispos; naturalmente, los demás fieles estarían involucrados en la misión, pero no como una tarea recibida directamente de los Apóstoles: de este modo, su papel es concebido sólo como una cooperación con la misión de la jerarquía.

Este punto de vista no encontró aceptación en el aula conciliar, y todavía menos después de la aprobación de la Lumen gentium, en la que se afirma, inmediatamente después de citar a Mt 28,19-20: «Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin de la tierra» (LG 17). El sujeto que recibe el mandato misionero (conferido a los Apóstoles) no es ahora sólo la jerarquía, sino toda la Iglesia en su integridad. En coherencia con este pensamiento, se halla el voto de Lécuyer, entonces perito conciliar, que afirma: «existe en este pasaje (en el textus prior que acabamos de citar) un fallo teológico: la misión de toda la Iglesia no es sólo una cooperación para el cumplimiento del mandato confiado a la jerarquía. Toda la Iglesia es directamente enviada...»[21]. J. Ratzinger, también él perito conciliar, afirmó sobre este aspecto: «subiectum activitatis missionalis tota Ecclesia est», mientras reserva a la jerarquía el oficio de la «moderación»[22].

Estas voces fueron escuchadas y en el nuevo texto, el textus emendatus, se llegó a establecer un equilibrio, gracias a una nueva introducción con las siguientes palabras: «El Señor Jesús, ya desde el principio “llamó a sí a los que Él quiso, y designó a doce para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13; Cf. Mt 10,1-42).”» (AG 5,1). Este texto se conecta no directamente con el mandato misionero, sino con el acontecimiento vocacional apostólico, en el cual se habla explícitamente de «doce», con las resonancias del Antiguo Testamento de las que nos hemos ocupado ya. Queda claro que rige la misma lógica, como señalará de modo explícito la relatio de presentación del documento.

«De esta forma», sigue el texto, «los Apóstoles fueron los gérmenes del nuevo Israel y al mismo tiempo origen de la sagrada Jerarquía» (AG 5,1). He aquí que, finalmente, nos encontramos con el texto clave y definitivo, tan lejano de un «exclusivismo jerárquico» como de un peligroso «horizontalismo». Como afirma la relatio, «iam in ipso initio duos aspectus adesse, inquantum apostoli, quibus mandatum activitatis missionalis impositum est, tam germen totius novi populi Dei appellandi sunt (sicut ex. gr. numerus “12” ut numerus tribuum Israel exprimit) quam exordium sacrae hierarchiae sunt»[23].

No resultaría aceptable, por tanto, una lectura de la parte siguiente del texto (ligeramente modificado en la versión definitiva) que contradiga lo que acabamos de citar. AG 5,1, después de mencionar el misterio pascual y el mandato misionero, añade: «De aquí proviene el deber de la Iglesia de propagar la fe y la salvación de Cristo; de una parte, en virtud del mandato expreso, que de los Apóstoles heredó el orden de los Obispos, al que ayudan los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro, Sumo Pastor de la Iglesia, de otra parte, en virtud de la vida que a sus miembros infunde Cristo, “compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro”, crece y se fortalece en la caridad (Eph 4,16)».

Si se parte de un análisis superficial —que atiende solo a la forma redaccional— se podría quizá concluir que el mandato misionero explícito afecta sólo al orden episcopal, mientras que el conjunto de los miembros de la Iglesia desempeña la misión apostólica sólo gracias a la vida que Cristo comunica a sus miembros. Esto es, en efecto, lo que fue planteado en el aula conciliar, ya en la parte final del Concilio; el texto, de todos modos, no se modificó, porque, citando las palabras de la comisión doctrinal, «a) solummodo differentia missionis hierarchiae et membrorum non hierarchicorum insinuatur; b) ex citatione Eph. 4,16 et ex sequentibus communis affectio virtute vitae patet»[24]. Después de estas explicaciones debería quedar claro[25] que la actividad misionera de todo el Pueblo de Dios tiene su fundamento tanto en el mandato misionero, como en la vida que Cristo infundió en sus miembros. Recientemente se recalcó una vez más que: «la urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y también la misión, confiada por el Señor a los Apóstoles, se dirigen a todos los bautizados. Las palabras de Jesús, “id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según su propia vocación»[26].

El ministerio misionero no se confía a la jerarquía y a los demás fieles, por tanto, del mismo modo, porque existe una diferencia en el modo de ser sujeto activo en la misión apostólica. Queda claro, sin embargo, que hay una conexión directa entre ambas realidades (jerarquía y fieles) y la misión apostólica de los Doce.

Apostolado, apostolicidad y catolicidad

Podemos afirmar, por tanto, que de acuerdo con la doctrina conciliar, la misión apostólica es confiada a toda la Iglesia. De este modo, no sólo se descubre nuevamente el carácter apostólico de la entera congregatio fidelium, sino que se concibe la misión como una manifestación de la apostolicidad, al mismo tiempo que es la apostolicidad lo que configura la misión. Como varias veces subrayó San Josemaría: «Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo. El que no tiene celo por la salvación de las almas, el que no procura con todas sus fuerzas que el nombre y la doctrina de Cristo sean conocidos y amables, no comprenderá la apostolicidad de la Iglesia»[27].

Según estos principios, se puede decir que la apostolicidad de la Iglesia significa que la misión inicial y originaria, otorgada a los Apóstoles, subsiste de modo permanente: la Iglesia recibe continuamente esta misión, y continuamente la realiza. Esta conexión entre apostolado y apostolicidad se encuentra en el mismo Catecismo de la Iglesia Católica, precisamente en la conclusión del capítulo sobre la apostolicidad (n. 863). Después de reafirmar la existencia de un nexo entre apostolicitas doctrinae y apostolicitas successionis, se añade: «toda la Iglesia es apostólica, en cuanto que ella es “enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío».

Conviene, en este punto, volver a considerar el vínculo entre la apostolicidad de la Iglesia y las demás propiedades o notas. El ámbito en que nos movemos está orientado de por sí hacia la catolicidad. Aún más, casi se puede decir que, a primera vista, apostolicidad y catolicidad, al menos en parte, coinciden, porque, de hecho, ambas nociones implican la difusión del Evangelio en todo el mundo. La Iglesia «es católica porque es enviada por Cristo con una misión dirigida a la totalidad del género humano» (CCE 831). Vale la pena subrayar la destacada presencia, en esta definición, de las ideas de envío y de misión, ambas hondamente enraizadas en el ámbito de la apostolicidad.

Junto con este aspecto «cuantitativo» de la catolicidad existe, de todos modos, otro que podemos llamar «cualitativo», porque «en ella (en la Iglesia) subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf. Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él “la plenitud de los medios de salvación” (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica» (CCE 830). Por todo esto «la catolicidad de la Iglesia no depende de su extensión geográfica, que es, sin embargo, una señal visible y un motivo de credibilidad. La Iglesia era católica ya en la Pentecostés; nació católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego encendido y extendido por obra del Espíritu Santo»[28].

Si comparamos estos dos aspectos (la catolicidad y la apostolicidad), se puede decir que la misión de la Iglesia consiste en convertir su indefectible catolicidad cualitativa en una efectiva catolicidad cuantitativa. Pero, para que la catolicidad cualitativa llegue a ser también cuantitativa, es necesario que la proclamación del Evangelio se lleve a cabo según un tercer sentido de la catolicidad, que podemos llamar «intensivo», que es el que con mayor fuerza conecta con el acontecimiento que más profundamente marcó la catolicidad de la Iglesia: el día de Pentecostés. Entonces el Evangelio fue proclamado de modo tal que todos pudieran entenderlo. El milagro de la pluralidad de lenguas marca un nuevo rumbo, en contraste con la división de lenguas de la torre de Babel. Este milagro no está destinado a repetirse en la historia de la Iglesia, pero goza de un relieve eclesiológico permanente, y es precisamente en este tercer sentido (catolicidad intensiva) que es asumido por la Lumen gentium, precisamente como introducción al estudio de la misión (n. 13). Lo que el Concilio afirma no es sólo una cuestión lingüística, sino, y más hondamente, la capacidad del Evangelio de impregnar y asumir todas las legítimas diversidades culturales presentes en la humanidad entera. En efecto, «de todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios, porque de todas recibe sus ciudadanos, que lo son de un reino, por cierto no terreno, sino celestial». La Iglesia fomenta y asume «todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno (...); pero al recibirlas las purifica, las fortalece y las eleva».

La apostolicidad es, por tanto, católica, y la catolicidad es apostólica, también porque la «diversidad congénita» de la catolicidad, la asunción en Cristo de todas las realidades humanas, está medida por la apostolicidad. La misión católica, en otros términos, es siempre una misión apostólica, de modo que esta última constituye su criterio normativo. Ambas propiedades, por tanto, comparten rasgos similares, se exigen recíprocamente, y no se pueden separar. Si la Iglesia, en hipótesis, abandonara el afán católico de su misión, traicionaría también su identidad apostólica. Y, de modo parecido, si no se mantuviera fiel a la tradición apostólica recibida, perdería también su catolicidad. El testimonio apostólico, en definitiva, exige una actitud misionera católica, y viceversa.

Estas características eclesiales (las propiedades o notas de la Iglesia), y su entrelazamiento, tienen relevancia también desde un punto de vista existencial, en la vida concreta de los fieles. Como el magisterio reciente afirmó: «la evangelización no se desarrolla sólo por medio de la predicación pública del Evangelio, ni tampoco sólo por medio de obras de naturaleza pública, sino también por medio del testimonio personal, que es siempre un camino de gran eficacia evangelizadora»[29]. Cada fiel, por tanto, está llamado a ser testigo del misterio pascual en su vida; esta vida es «apostólica» en la medida en que en ella toma cuerpo la «fe apostólica»; cada fiel, además, como miembro de la congregatio fidelium que es la Iglesia, está llamado a «anunciar la verdad de la salvación (...) hasta los confines de la tierra» (cfr. LG 17). Como es natural, la «catolicidad del anuncio» es vivida por cada uno según sus posibilidades, pero la amonestación de San Pablo vale para todos: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16), como expone inmediatamente después la Lumen gentium.

Se nota, de este modo, que se crea un enlace mutuo entre el testimonio personal y el anuncio explícito, enlace que procede del vínculo originario entre apostolicidad y catolicidad, destinado a ser confirmado en la vida «católica y apostólica» de los fieles. En otras palabras, el testimonio es absolutamente indispensable, pero no basta por sí sólo para cumplir la misión apostólica: hace falta la valentía y la audacia de anunciar la verdad. Con palabras de Pablo VI, «también el testimonio más hermoso resultará a la larga impotente, si no está iluminado, justificado (...) y explicitado por un anuncio claro e inequívoco sobre el Señor Jesús»[30]. Por otra parte, es igualmente claro que el anuncio de la verdad salvadora, si no está acompañado por el testimonio de esta verdad en la propia vida, está destinado a la esterilidad.

Misión apostólica y santificación del mundo

¿Cuál es el contenido de la misión apostólica? De modo genérico, podemos identificarlo con la difusión del Evangelio. Pero, si consideramos el tema más de cerca, y teniendo en cuenta el mandato misionero de Mt 28,19-20, este contenido puede ser descrito como la triple función profética, cultual y real. Aún conservando una identidad sustancial, este contenido es recibido, transmitido y ejercido de distinto modo según la condición de los distintos autores de la misión: laicos, ministros ordenados, personas consagradas. Es preciso considerar ahora, en esta tercera parte de nuestro estudio, el oficio específico de los fieles laicos en el desempeño de la misión, siempre en el contexto y en el marco más amplio de la apostolicidad de la Iglesia.

Convendrá estudiar, en primer lugar, algunos escritos apostólicos que hablan de la misión de la Iglesia hacia el mundo, ya que la condición de los fieles laicos en el mundo es precisamente lo que los caracteriza como tales. Se deberá considerar, luego, la importancia del trabajo humano en el seno de la apostolicidad y de la catolicidad de la Iglesia.

La relación Iglesia-mundo

Es necesario asumir que la misión apostólica, que la Iglesia ejerce hasta el fin de los tiempos, no consiste sólo en la salus animarum, sino que abarca toda la realidad de la creación, tanto en sentido cósmico, como también respecto al entramado de los valores humanos, en el cual los hombres se relacionan entre sí y con el mundo material. Esto es precisamente la tarea específica de los fieles laicos, a los que compete «por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales» (LG 31,2). Conviene, por tanto, volcar ahora nuestra atención a la relación entre Iglesia y mundo, ya que es el contexto en el cual los laicos desempeñan su misión.

Ya en los escritos del Nuevo Testamento se encuentra una exposición de estos conceptos. La redención del cosmos es descrita en Rom 8,20-21 con rasgos casi angustiosos: la creación «guarda la esperanza de llegar, ella también, a verse libre de la esclavitud de la corrupción, para gozar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios». En efecto, en la Jerusalén celestial del Apocalipsis, cuya muralla «se apoya en doce fundamentos, sobre los cuales están grabados los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (Ap 21,14) encontraremos, además de «una multitud inmensa» (Ap 19,1), también «un nuevo cielo y una nueva tierra» (Ap 21,1). Como pasaje que más directamente apela a la dimensión eclesial de la redención, destaca la introducción del himno cristológico de Col 1,13-20; en el contexto de la creación de todas las cosas, «las de los cielos y las de la tierra, las visibles y las invisibles», éstas son contempladas como encaminadas hacia un destino preciso: «todas las cosas han sido creadas por medio de Él y para Él (el Hijo)», que «es también la Cabeza del cuerpo, que es la Iglesia». Este mismo panorama, contemplado desde el punto de vista de la consumación escatológica, se encuentra en Eph 1,9-10: «el misterio de su voluntad» (del Padre), misterio «establecido con anterioridad para llegar a su realización en la plenitud de los tiempos», consiste en el «designio de “recapitular” en Cristo todas las cosas, las del cielo como las de la tierra». El término «recapitulación» (anakefalaiosis) posee una clara referencia eclesiológica, puesto que el Cristo de quien se habla fue establecido «cabeza de todas las cosas en favor de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de quien llena todo en todas las cosas.» (Eph 1,22-23)[31]. El mismo razonamiento se vuelve a encontrar en Eph 4,15, donde se nos exhorta a que «crezcamos en todo hacia aquel que es la Cabeza, Cristo». Según la exégesis moderna, esto significa «procurar que el universo crezca hacia aquel que es la cabeza, Cristo»[32]. Aún más, la finalidad de los dones que el Cristo glorioso confiere es la de «edificar el Cuerpo» (Eph 4,12), esto es, la Iglesia, de modo que «en ella, con ella y por medio de ella la totalidad del universo crezca hacia Cristo»[33].

La relación entre la Iglesia y el mundo no se presenta como una relación entre dos realidades independientes o antagónicas, ni como dos partes de un todo, sino más bien como una misma realidad, pero contemplada bien en su momento inicial o en su consumación, a la que está destinada[34]. Como afirmaban los cristianos de los primeros siglos, «para ella (la Iglesia) fue ordenado el cosmos»[35]. El Catecismo de la Iglesia Católica cita esta expresión y añade: «Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina; una comunión que se realiza mediante la “convocación” de los hombres en Cristo, y esta “convocación” es la Iglesia» (CCE 760). En este sentido se enuncia de nuevo, siguiendo las huellas de la tradición patrística, una afirmación llena de valentía: «si se considera su finalidad, la Iglesia existió antes de todas las cosas»[36].

Mundo, trabajo y santidad

En este contexto, es posible hablar de una dimensión cósmica y secular de la catolicidad de la misión apostólica: es la apertura universal del Evangelio que abarca también la misma realidad material de la creación y el conjunto de los valores humanos que la relación entre hombre y creación encierra, así como las relaciones de los hombres entre sí. En el hombre existe una capacidad para reconducir todas las cosas a Dios, incorporando en el Cuerpo de Cristo no sólo el hombre sino también todo valor humano. «La obra de la redención de Cristo —son palabras del Vaticano II—, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración incluso de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (AA 5,1). No se nos ha revelado de qué modo se cumplirá la trasformación escatológica de la creación; sabemos, en cambio, que «la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios» (GS 34,1). Este «esfuerzo» es, en primer lugar, el trabajo humano, que es incorporado así en el contexto de la “recapitulación” del mundo en Cristo. La Gaudium et spes sigue añadiendo: «Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo» (Ibidem).

Esta grandiosa tarea, que el hombre recibió del Creador, y que llamamos santificación del mundo, resulta entonces parte integral del conjunto de la misión apostólica y está, por tanto, directamente vinculada a la catolicidad y a la apostolicidad de la Iglesia. Esta tarea la llevan a cabo sobre todo los fieles laicos, porque su condición secular es la premisa indispensable de esta santificación. A los laicos, en efecto, Dios confió la tarea de «buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales....A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo» (LG 31,2)[37]. Con palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer: «la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo»[38]. Como tarea que se desarrolla en el seno de la apostolicidad de la Iglesia, «a los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio»[39]; a los laicos pertenece también la misión de difundir el Evangelio entre los hombres, que se encuentran en las más diferentes situaciones y circunstancias que el trabajo humano puede crear; de este modo ponen en ejercicio, al mismo tiempo, la catolicidad en la misma apostolicidad.

En cuanto tarea eclesial, la santificación del mundo se inscribe también en la vertiente dinámica que corresponde a la nota de “santidad” de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, es santa, no sólo por su Fundador y por el Espíritu, no sólo en sus Instituciones y sus fieles, sino también por su actividad y sus fines. La Iglesia, en otros términos, es santa y santificadora (cfr. CCE 824), y busca llevar al hombre y a la entera creación hacia aquella santidad, que alcanzará con plenitud solo en la consumación final. La misma Lumen gentium incluye en la santidad escatológica que la Iglesia alcanzará, aquel aspecto concreto de la santidad que se refiere a toda la creación: la santidad escatológica, en efecto, tendrá lugar «“cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas” (Act 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2 Pe 3,10-13)» (LG 48,1) o “recapitulado” en Cristo.

En este marco teológico encuentra finalmente su adecuada comprensión el texto de AA 2,2 sobre la función de los laicos. Allí se lee: «los laicos, hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo». Sin duda, el texto conciliar hace suya la característica específica de la función laical, ya que se habla de «su cometido», la parte que les atañe; sin embargo, una lectura superficial del texto podría llevar a separar y aislar las distintas tareas que se cumplen «en la Iglesia» de las que se llevan a cabo «en el mundo»; de este modo, se destruiría precisamente el carácter específico de la misión de los laicos. Esta separación, en definitiva, resulta seriamente equivocada y engañosa; precisamente porque la misión apostólica implica la santificación del mundo, el oficio específico de los laicos en la Iglesia es el que desempeñan en el mundo[40].

Comunión en la misión apostólica y secularidad

El apostolado de los fieles laicos, si lo contemplamos desde el interior de la apostolicidad de la Iglesia, pone en evidencia el vínculo intrínseco existente entre la secularidad y la comunión eclesial: ello manifiesta un aspecto concreto de la unidad de la Iglesia. Recordemos que la unidad eclesial llega a su cumbre, desde el punto de vista más genuinamente teológico, en la Eucaristía. En ella, gracias al «oficio sagrado del Evangelio de Dios», ejercido por el ministerio apostólico, la actividad secular se transforma en «una oblación grata, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,16). La liturgia de la presentación de los dones es muy explícita en este aspecto: el pan es «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», y se convertirá para nosotros en «alimento de vida eterna»; el vino es «fruto de la vid y del trabajo del hombre» y se convertirá en «bebida de vida eterna». La «recapitulación» de la creación en Cristo, arriba mencionada, encuentra así, en la Eucaristía, una anticipación, y en este proceso interviene el trabajo del hombre de modo pleno. El mundo, en definitiva, por medio de la actividad de los fieles laicos, se convierte en «materia» que se ofrece a Dios como sacrificio espiritual, precisamente porque las realidades temporales son ordenadas hacia la perfección de su propia naturaleza[41]. Esta admirable convergencia de los aspectos cultuales y reales de la misión eclesial de los laicos contribuye eficazmente a la unidad de la Iglesia, siguiendo una característica muy específica de los laicos; al contrario, una eventual separación de estos dos aspectos produciría un alejamiento de la dinámica de la apostolicidad: tanto una dedicación de los fieles laicos a la liturgia que impida que su secularidad se refleje en la santificación de las realidades temporales; como también el rechazo a participar en actividades litúrgicas con el pretexto de proteger la propia secularidad. Ambos extremos llevan a la separación entre la fe que se profesa y la vida diaria. Se trata de un modo de actuar que «debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43,1).

La conexión entre los aspectos real y cultual de la misión específica de los laicos permite situar siempre la secularidad dentro de la comunión eclesial. Precisamente el énfasis puesto en la secularidad lleva a fortalecer la comunión. Téngase en cuenta que la exclusión de la comunión procede muchas veces de la autosuficiencia, de una postura que equivale a decir: «no te necesito». Según la doctrina paulina, en cambio, las limitaciones de los miembros están en relación directa con sus funciones específicas: puesto que el ojo es sólo ojo, y no es mano, no puede decir a la mano: «no te necesito». Llegamos así a una situación paradójica: por sí misma, la especificidad no lesiona, sino que, al contrario, fortalece la comunión[42]. Si se aplica este principio a la dimensión propiamente laical, resulta claro que la misión eclesial en las actividades seculares y la comunión con los pastores se implican mutuamente, mientras que una eventual divergencia no estaría en armonía —ni por una, ni por otra parte, ni por ambas partes— con la apostolicidad de la Iglesia. Se trata de un principio que vale también para todas las demás realidades eclesiales, tanto en el terreno de los laicos, como en el contexto de la vida consagrada. Todos están llamados a participar en la misión apostólica, cada uno según su propia y específica condición, pero sin faltar nunca a la comunión: a veces, trabajando juntos en proyectos apostólicos comunes; con mayor frecuencia, cada uno metido en su propio campo específico, pero, en todos los casos, con espíritu abierto, mutuo conocimiento y aprecio recíproco.

Credo unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam: concluyendo estas reflexiones, volvemos a afirmar con decisión la implicación intrínseca y recíproca entre las propiedades de la Iglesia. «Ut et ipsi in nobis unum sint, ut mundus credat» (Ioh 17,21), pidió Jesús al Padre, uniendo así por siempre el impulso católico de la misión apostólica con la unidad de la Iglesia en su indefectible santidad.

[1] Cfr. M. J. LE GUILLOU, Décret sur l’activité missionnaire de l’Église “Ad Gentes”. Introduction, in Documents Conciliaires, Éditions du Centurion, Paris 1966, 77-78.

[2] Cfr. G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II: historia, texto y comentario de la constitución “Lumen Gentium”, Volumen I, Herder, Barcelona 1968, 116-118.

[3] El tema puede estudiarse en G. THILS, Les Notes de l’Église dans l’Apologétique catholique depuis la Réforme, Duculot, Gembloux 1937.

[4] Cfr. L.-M. DEWAILLY, Mission de l’Église et apostolicité, en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 32 (1948) 5.

[5] Cfr. P. GOYRET, Dalla Pasqua alla Parusia. La successione apostolica nel «tempus Ecclesiae», “Studi di Teologia”, 15, Edusc, Roma 2007, 27-28.

[6] Para un conocimiento más detallado de toda la cuestión se puede consultar J. N. D. KELLY, I simboli di fede della Chiesa antica. Nascita, evoluzione, uso del credo, Dehoniane, Napoli 1987.

[7] Carta del Santo Oficio a los Obispos de Inglaterra, 16.9.1864, en DH 2888.

[8] H. SCHLIER, La Lettera agli Efesini. Testo greco, traduzione e commento, en Commentario teologico del Nuovo Testamento, 10.2, Paideia, Brescia 1973 2, 328.

[9] Cfr. Y. CONGAR, voz Apostolicité, en Catholicisme 1, col. 729.

[10] Cfr. R. H. R ENGSTORF, voz Apostéllo, en Grande Lessico del Nuovo Testamento 1, 1085.

[11] Cfr. L.-M. D EWAILLY, o.c., 17-18.

[12] Cfr. Commento al Credo, art. 9, en Opuscoli spirituali. Commenti al Credo, al Padre nostro, all’Ave Maria e ai dieci comandamenti, Ed. Studio Domenicano, Bologna 1999, 93.

[13] Cfr. Y. CONGAR, L’apostolicité de l’Église selon saint Thomas, en “Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques” 44 (1960) 216.

[14] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica, n. 1, 1, 1973, en Documentos (1969-1996), Biblioteca de Autores Cristianos (B. A. C.), Madrid 1998, 65.

[15] Ibidem, n. 5, en Documentos (1969-1996), cit., 73.

[16] La sucesión se refiere a la función pastoral de los apóstoles, como sostiene LG 20,2. Esta tarea no comprende aquellos elementos del ministerio de los Apóstoles que procedían de su condición de testigos oculares del misterio pascual. Sobre este tema, cfr. Dalla Pasqua alla Parusia, cit., 352-370.

[17] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica, n. 1,3, en Documentos (1969-1996), cit., 67.

[18] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 904.

[19] Acta Synodalia IV/III, 666.

[20] El voto es de PABLO VI. El texto se puede leer en el Dossier Congar relativo al Decreto Ad gentes (IV, V), conservado en el archivo de Le Saulchoir, París, y publicado en E. BORDA, La apostolicidad de la misión de la Iglesia. Estudio histórico-teológico del capítulo doctrinal del decreto Ad Gentes, Pont. Ateneo della Santa Croce, Roma 1990, Apéndice VI, p. 283.

[21] Remarques sur le schéma “De activitate missionali Ecclesiae”, publicados en apéndice por J. B. ANDERSON, A Vatican II pneumatology of the Paschal mystery: the historical-doctrinal genesis of Ad Gentes I, 2-5, Pont. Università Gregoriana, Roma 1988, 316-317.

[22] «Quia Ecclesia Dei in activitate sua ab hierarchia moderatur, moderamen missionum eodem modo res hierarchiae est»: Considerationes quoad fundamentum theologicum missionis Ecclesiae, en Dossier Congar relativo al Decreto Ad gentes, IV (O), reproducido en E. BORDA, o.c., Apéndice III, n. 5, p. 251. Estas consideraciones fueron leídas en la sesión anterior, pero se refieren al mismo tema. Cfr. también Acta Synodalia IV/III, 740-741; IV/IV, 153, 523.

[23] Acta Synodalia IV/IV, 271. Pocas líneas después se subraya otra vez la misma idea: «Sic iam ex ipso initio indicatur nunc et officium totius Ecclesiae et mandatum speciale, quod hierarchiae ecclesiasticae competit».

[24] Acta Synodalia IV/VII, 20-21.

[25] El condicional es obligado, porque la doctrina apenas expuesta no ha sido todavía bien asimilada en muchos sectores, a pesar de que hayan ya transcurrido más de 40 años desde la publicación de los documentos conciliares. Como se afirma en la presentación del libro: Los laicos en la eclesiología del Concilio Vaticano II. Santificar el mundo desde dentro (ed. por R. PELLITERO, Rialp, Madrid 2006), «la puesta en práctica del Concilio Vaticano II es todavía hoy el gran desafío y la gran tarea con los que la Iglesia y los cristianos se enfrentan» (p. 7).

[26] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, 3.12.07, n. 10.

[27] SAN JOSEMARÍA, Lealtad a la Iglesia, homilía recogida en “Amar a la Iglesia”, Ediciones Palabra. Madrid 1986, 36.

[28] Ibidem, 49.

[29] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, cit., n. 11.

[30] PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-75, n. 22.

[31] Cfr. H. SCHLIER, La Lettera agli Efesini. Testo greco, traduzione e commento, “Commentario teologico del Nuovo Testamento”,10.2, Paideia, Brescia 1973 2, 90-91.

[32] Ibidem, 324.

[33] Ibidem, 325.

[34] Cfr. J. L. ILLANES, La condición laical en la Iglesia, in PELLITERO, R. (ed.), Los laicos en la eclesiología del Concilio Vaticano II, cit., 136.

[35] HERMAS, El Pastor, Vis. II,4,1, en Fuentes Patrísticas. Vol. 6. Ciudad Nueva, Madrid 1995. Edición bilingüe preparada por Juan José Ayán Calvo, p. 79.

[36] SAN EPIFANIO, Panarion seu adversus LXXX haereses, 1,1,5, in PG 41, 181C.

[37] Como precisa Mons. G. PHILIPS, él también perito conciliar y autor del esquema inicial de la segunda redacción de la Const. Lumen gentium, «la expresión illuminare fue escogida con toda intención. Si los seglares no respetan los valores temporales o si los menosprecian, no los iluminan: los destruyen» (cfr. La Iglesia y su misterio..., Volumen II, Herder, Barcelona 1969, cit., 31).

[38] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 9.

[39] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 11.

[40] Cfr. F. OCÁRIZ, La partecipazione dei laici alla missione della Chiesa, en Annales Theologici 1/1-2 (1987) 10.

[41] Cfr. Ibidem, 16.

[42] Cfr. R. LANZETTI, L’indole secolare propria dei fedeli laici secondo l’esortazione apostolica post-sinodale «Christifideles laici», en Annales Theologici 3/1 (1989) 41.

Romana, n. 48, Enero-Junio 2009, p. 170-186.

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