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Basílica de San Eugenio, Roma 7-XI-2009

En la ordenación diaconal de 32 fieles de la Prelatura

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos hijos míos que vais a ser ordenados diáconos.

1. Una vez más la Basílica de San Eugenio es el marco de una ceremonia litúrgica solemne como la ordenación diaconal. Dentro de algunos instantes, mediante la imposición de las manos y la plegaria litúrgica, treinta y dos fieles de la Prelatura del Opus Dei se convertirán en ministros del Señor en el grado del diaconado; luego, dentro de seis meses, serán consagrados presbíteros. El hecho de estar recorriendo el Año sacerdotal, proclamado por Benedicto XVI con ocasión del 150º aniversario del dies natalis del Santo Cura de Ars, añade nueva solemnidad al acontecimiento de este día.

Demos gracias a Nuestro Señor por este don tan grande concedido a la Iglesia, que es manifestación elocuente de que la Iglesia está y estará siempre viva. El Cuerpo místico de Cristo crece constantemente mediante la incorporación de nuevos fieles en el Bautismo y la adscripción de nuevos ministros sagrados en el sacramento del Orden. Gracias a Dios, en algunos países se registra un aumento de las vocaciones sacerdotales —en otros todavía no—, pero de todas maneras son siempre pocos los trabajadores que se afanan en la Iglesia como dispensadores de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor 4, 1). Después de veinte siglos, las palabras de Jesús siguen resonando con fuerza y actualidad: la mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9, 37-38).

Recemos, pues, por las vocaciones sacerdotales, con más insistencia en el curso de este año, pues estamos en un tiempo de gracia específica y todos estamos llamados a colaborar activamente. «La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes santos; de ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos»[1]. Recemos de modo especial por estos hermanos nuestros, para que sean servidores fieles del misterio de la Redención, al que hoy son llamados por un nuevo título y con una nueva responsabilidad. Hemos de proponernos que nuestra oración llegue a todos los ministros de la Iglesia, desde el Romano Pontífice al último diácono recién ordenado, a los obispos y sacerdotes del mundo entero.

2. La Colecta de la Misa pone voz a nuestra súplica. Hemos pedido a Dios Padre que, en la escuela de su Hijo, que se ha hecho hombre por nuestra salvación, enseñe a los nuevos ministros «no a ser servidos, sino a servir a los hermanos»[2]. Ésta es la esencia del ministerio diaconal, como es al mismo tiempo la característica fundamental de la existencia cristiana. La diferencia reside sólo en el modo de ponerla en práctica.

Todos los fieles han sido incorporados a Cristo en el Bautismo y han recibido la llamada a ser servidores de los demás, como el mismo Jesucristo. En los laicos, esta exigencia se concreta en las mil situaciones que les presenta la existencia ordinaria en medio del mundo. Especialmente en la vida familiar, profesional y social, en el cumplimiento de los derechos y deberes de la vida pública, en los asuntos privados, los cristianos han de distinguirse por estar disponibles para ayudar de modo activo a los demás en cualquier circunstancia, aprovechando todas las ocasiones para acercarlos a Dios con el ejemplo y con la palabra.

Es el momento de pensar cómo nos comportamos habitualmente. Si nos decidimos a vivir como verdaderos cristianos, cristianos al cien por cien, no sólo durante el fin de semana sino todos los días y todo el día, se hará realidad lo que señalaba San Josemaría, comentando unas palabras de San Pablo: «Alter alterius onera portate, et sic adimplebitis legem Christi (Gal 6,2). Llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo. Pero llevadlas con gusto. Daos, con amor a Dios y con amor a vuestros hermanos, en un servicio que pase inadvertido. Y veréis cómo, si vivís así, comenzarán otros a vivir lo mismo, y seréis como una gran hoguera que enciende todo»[3].

3. A vosotros, ordenandos, deseo ilustraros ahora el nuevo modo de cumplir vuestra misión en la Iglesia. Se podría resumir con las palabras de la Colecta, en la que hemos suplicado al Padre celestial: Concede a estos elegidos para el diaconado la gracia de ser incansables en el don de sí, vigilantes en la oración, alegres y acogedores en el servicio de la comunidad[4].

En primer lugar, hemos pedido que sean incansables en el don de sí, en el cumplimiento de los deberes propios del ministerio. Mientras os preparáis en estos meses para recibir el sacerdocio, tendréis muchas ocasiones de hacer realidad estas aspiraciones. Podréis colaborar con los presbíteros administrando la Comunión a los enfermos, ofreciendo la Sagrada Eucaristía a la adoración de los fieles, predicando la Palabra de Dios. En el cumplimiento de todas estas tareas, tratad de no decir nunca basta; seguid las huellas de tantos ministros santos como la Iglesia ha tenido a lo largo de los siglos.

En el curso del Año sacerdotal, es lógico mencionar a San Juan María Vianney. Aunque vuestras ocupaciones sean distintas de las suyas, el Santo Cura de Ars es siempre un modelo de santificación en el ejercicio del ministerio. Benedicto XVI recuerda cómo «visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sagrados...»[5].

Vosotros tenéis un modelo muy accesible y cercano: San Josemaría Escrivá, que ha encarnado de modo egregio la figura del ministro sagrado. Meditad una vez más —tratemos todos de hacerlo— en sus enseñanzas y en tantos detalles de su vida; de este modo lograremos ser mejores fieles seguidores del Divino Maestro.

Sed vigilantes en la oración; es el segundo punto en el que se detiene la Colecta. Prestar vuestra voz a la Iglesia, recitando la Liturgia de las Horas, será de ahora en adelante uno de vuestros deberes más importantes. Seguid el ejemplo de nuestro Padre, cuando escribía, relatando indirectamente cómo era su plegaria litúrgica: «Así deseaba dedicarse a la oración un sacerdote, mientras recitaba el Oficio divino: “seguiré la norma de decir, al comenzar: ‘quiero rezar como rezan los santos’, y luego invitaré a mi Ángel Custodio a cantar, conmigo, las alabanzas al Señor”»[6]. Luego, dirigiéndose a todos sin distinción, añadía: «Prueba este camino para tu oración vocal, y para fomentar la presencia de Dios en tu trabajo»[7].

Finalmente la Colecta pide a Dios, para vosotros, que seáis alegres y acogedores en el servicio de los demás. También esto vale para todos. «Nuestro servicio —aseguraba San Josemaría— es in lætitia, olvidándonos de nosotros mismos (...). Si queréis ser felices, olvidaos de vosotros y dedicaos al servicio de los demás, por Dios[8]». Dirijámonos también a los fieles difuntos, como la Iglesia aconseja que hagamos en este mes, para que nos ayuden a comprender la alegría de la purificación.

Para concluir, recurramos a la intercesión de la Virgen, Madre nuestra, para aprender a ser —como Ella— servidores humildes y gozosos de Dios y de nuestros hermanos en los más variados deberes de nuestra existencia. Así sea.

[1] BENEDICTO XVI, Homilía en la inauguración del Año sacerdotal, 19-VI-2009.

[2] Misa en la ordenación diaconal, Colecta.

[3] SAN JOSEMARÍA, Apuntes de una meditación, 29-III-1956.

[4] Misa en la ordenación diaconal, Colecta.

[5] BENEDICTO XVI, Carta con ocasión del Año sacerdotal, 16-VI-2009.

[6] Forja, n. 747.

[7] Ibid.

[8] SAN JOSEMARÍA, Apuntes de una reunión familiar, 3-XII-1961.

Romana, n. 49, Julio-Diciembre 2009, p. 277-280.

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