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México, D.F., Santa Fe 28-VII-2009

En la dedicación de la Parroquia de San Josemaría.

1. Como bien pueden comprender, en mi alma en estos momentos hay dos sentimientos que prevalecen. Uno, de agradecimiento, otro de emoción por poder participar en esta ceremonia a la que me ha invitado, con urgencia y amistad, el queridísimo hermano, el Señor Cardenal Norberto Rivera. Como agradecimiento sale de mi alma un grito que San Josemaría repitió frecuentemente a lo largo de su vida, queriendo adentrarse en amistad con las tres Personas de la Trinidad: tibi laus, tibi gloria, tibi gratiarum actio, O Beata Trinitas![1]. A ti la alabanza, a ti la gloria, a ti la acción de gracias.

Y para llegar con más facilidad a la Trinidad, a una amistad profunda, recurramos a esta Madre nuestra, Emperatriz de México y de América, Nuestra Señora de Guadalupe. Y de nuevo gracias, al Eminentísimo Señor Cardenal, que me rogó que participara en esta ceremonia y que luego, fraternamente, me pidió que la hiciera yo, cuando yo deseaba que fuera él quien oficiara esta dedicación, participando yo desde luego.

Gracias a todos los que han colaborado en la realización de este proyecto: al arquitecto —a los arquitectos—, a los que han contribuido económicamente y a los que han contribuido también en la decoración. Gracias de todo corazón a los obreros que han ido poniendo uno tras otro los elementos que han hecho posible este edificio en honor de Dios.

No me he olvidado de saludaros, queridísimos hermanos y hermanas y, sobre todo, queridísimo Señor Cardenal, queridísimos hermanos en el Episcopado, queridísimos hermanos en el sacerdocio. Me da alegría deciros que San Josemaría —no os sintáis ofendidos— es más mexicano que vosotros. Fue la Virgen de Guadalupe la que le arrancó de Roma para venir a rezar postrándose a sus pies y pedir por el Papa, por la Iglesia, por el Opus Dei; por esta queridísima Arquidiócesis de México.

Todo se debía a que, desde que el Señor pasó por su alma, cuando todavía era un muchacho, decidió rotundamente cambiar sus planes para cumplir la Voluntad de Dios, aunque en aquellos momentos no conocía de qué se trataba. Empezó a repetir una oración, que luego se ha extendido por el mundo entero entre tantas personas. La tomó del Evangelio, porque era un gran devoto de la Escritura Santa. Domine, ut videam![2], repetía como aquel cieguecito Bartimeo, que necesitaba la luz para ver. San Josemaría —entonces un muchacho, repito— quería ver con los ojos de Cristo, deseaba cumplir aquello que era una inquietud en su alma. Por eso decía también: Domine, ut sit!, ¡que sea lo que Tú quieres!, para que yo no ponga ningún obstáculo a esa Voluntad tuya. Este fue su estribillo durante todo su caminar terreno, y se hizo todavía más profundo en los últimos años, insistiéndonos a todos los fieles del Opus Dei para que asumiésemos esta idea clara: la necesidad de meternos en Dios y de ser leales a su Voluntad.

Con el Opus Dei, el Cielo quería que nuevamente se recordara a las gentes de todos los países y ambientes la llamada universal a la santidad, que Cristo predicó mientras estuvo con nosotros; el verdadero amigo, el verdadero hermano nuestro, que nos dijo: estote perfecti, sicut Pater vester cælestis perfectus est[3]. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.

¿Y cuáles fueron los medios para hacer esta obra en servicio de la Iglesia y de las almas, en servicio de la humanidad entera? La oración, la expiación, el anuncio del Evangelio; todo vivido con gran optimismo.

2. Hoy, en la primera lectura, hemos escuchado la exhortación al pueblo a cambiar la tristeza en alegría después de la lectura del libro sagrado[4]. Seamos frecuentadores del Evangelio, de la Sagrada Escritura, y obtendremos luces, no solamente para nuestra vida, sino para la vida de los demás. Conozcamos más a Dios, tratándole en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, para dar dimensión a toda nuestra vida, de forma que no haya nada en cada día que no sepamos ponerlo a los pies del Señor. Así no sólo levantaremos un templo material como éste, sino el templo de nuestra propia alma, para que ahí se honre a Dios y lo comuniquemos a otros.

Hay unas palabras de San Agustín, Obispo de Hipona, que dicen algo que quizá nos viene bien pensar con más frecuencia. Refiriéndose a ese Dios que nos acompaña decía que es interior intimo meo[5]. Es más íntimo a mí mismo que yo mismo. Y es verdad. No hay rincón de nuestra vida donde no quiera estar el Señor. El Amor Sumo, la Felicidad más completa, ha querido llegarse hasta nosotros recorriendo nuestros caminos —los de cada uno, los de cada una—, participando en la vida de los hombres. Por eso va dichosísimo a la Cruz, cuando tiene que salvarnos. A esa Cruz que todavía no está aquí, pero que se colgará ¡grande, grande!; para que nos metamos en la confianza y en el corazón de Dios; para que sepamos que, desde la Cruz, Jesucristo está dialogando con cada uno de nosotros. Nos está diciendo: Yo he venido aquí por ti, felicísimo, pero al mismo tiempo te pido que tú hagas otro tanto para acompañarme, con Santa María y con los Apóstoles.

En el Evangelio hemos considerado una escena maravillosa, que es actual, cuando Cristo pregunta a los suyos —a vosotros, a mí—: ¿Quién dicen las gentes que soy yo? ¿Quién decís vosotros que soy yo?[6]. Preguntas muy actuales para que, de una parte queramos conocerle y tratarle más y, de otra, para que le demos a conocer.

En esta tierra estupenda de México, las almas están esperando que les ayudemos a meterse más en la intimidad con Dios, en la amistad del que no traiciona, del que no abandona. Para un cristiano, conocer, tratar, amar a Cristo es lo esencial. Sólo así cumpliremos los designios del Señor de llevar la buena nueva, no solamente a nuestra existencia personal, sino a todo el mundo.

3. Millares de almas nos esperan en esta Ciudad de México, en esta queridísima Arquidiócesis, en el mundo entero. A un hijo de Dios —y todos nosotros somos hijas e hijos de Dios— no nos debe resultar indiferente nadie. Con la vida de esas personas también quiere el Señor hacer su Iglesia; y nosotros somos piedras vivas[7], como todo el Pueblo de Dios que se hace cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía. Una expresión simbólica de la Iglesia universal es este templo; por esto el sagrario, con la Eucaristía, será el centro de la iglesia y el centro de todas las personas que componemos la Iglesia. Sin Eucaristía no hay Iglesia. Por eso, metámonos en la amistad de Cristo Sacramentado; y en el templo —en este templo, como en otros templos— encontraremos también el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia; ese abrazo del Señor que, a pesar de nuestras pequeñas o grandes traiciones, siempre nos dice: Yo te perdono; y nos abraza como el padre más misericordioso.

Y el altar, que es símbolo del mismo Cristo que se inmoló gozoso por nuestra salvación, hemos de orientarlo, como decía San Josemaría, para que cada uno, cada cristiano, pueda hacer de su cuerpo un altar en donde se prolongue el sacrificio del Señor. Miremos más al Crucifijo. Os lo repito y os aconsejo lo que San Josemaría decía desde el principio: como cristianos, llevad un crucifijo en el bolsillo. Será algo que reconforte vuestras vidas; será una llamada a apartarnos de lo que nos aparta de Dios y será también un empuje para vivir la amistad de la caridad cristiana.

Y después, no podía faltar aquí la imagen maravillosa de Nuestra Madre la Virgen de Guadalupe que, como a Juan Diego, nos llama a todos para que recurramos a su intercesión. No solamente cuando tengamos una necesidad, sino para que crezcamos en la vida cristiana, en el amor de Dios, en el servicio a las personas. Y ahora os pregunto y me pregunto: ¿qué papel juega la Guadalupana en cada una de nuestras jornadas?

Finalmente, la imagen de San Josemaría que, vuelvo a repetir, se hizo completamente mexicano, que vino a esta tierra para aprender de sus gentes. ¡Tantas anécdotas os podría contar de su estancia en México, la más larga que tuvo en este continente! Se fijaba en este pueblo, y agradeció al Señor el haber aprendido de sus detalles de amor a Dios y a la Virgen. Vino aquí —como os he dicho—, para pedir por la Iglesia, por el Papa, por el Opus Dei; y a pedir que sus hijas y sus hijos de todos los tiempos sepamos querer y deseemos poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades.

No puedo dejar de mencionar que ahora mismo elevamos también nuestras oraciones por el Papa Benedicto XVI y por sus colaboradores. Es lógico que recemos también con cariño y agradecimiento por el Pastor de esta diócesis, el Cardenal Norberto Rivera, por todos los Obispos de México y de fuera de México, y por todos los sacerdotes, cumpliendo también la idea de que, en este Año sacerdotal, con nuestra colaboración, deben salir muchas más vocaciones para los Seminarios.

Madre Santa, en tus manos ponemos nuestras plegarias para que Tú hagas realidad nuestra conversión personal y para que, con nuestra conversión personal, ayudemos a todo el mundo.

¡Que Dios os bendiga!

[1] Trisagio Angélico.

[2] Lc 18, 41.

[3] ]Mt 5, 48.

[4] Cfr. Ne 8, 8-11.

[5] San Agustín, Confesiones, III, 6, 11 (CCL 27, 33).

[6] Cfr. Mt 16, 15.

[7] Cfr. 1 Pe 2, 5.

Romana, n. 49, Julio-Diciembre 2009, p. 268-271.

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