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Parroquia de San Nicolás de la Villa, Córdoba (España), 20-XI-2009

En la bendición del retablo dedicado a San Josemaría.

Señor Arzobispo, queridísimo hermano —no es un modo de decir—, le agradezco las palabras que ha querido dirigirme, bien consciente de que son para mí un elogio inmerecido. Deseo solamente seguir las huellas de San Josemaría, que tanto sirvió a la Iglesia y tanto amó a todas las Iglesias particulares y, concretamente, a la de Córdoba.

Queridísimos hermanos en el sacerdocio, queridísimas hermanas y queridísimos hermanos: al bendecir la imagen de San Josemaría y colocar una reliquia, me da especial alegría tener la oportunidad de hablar con vosotros. Tomaré concretamente ocasión de las palabras que hemos escuchado a propósito del buen Pastor.

Me parece que —aunque ya lo vivimos todos— en este tema siempre podemos mejorar. Recemos mucho por el Santo Padre, Pastor Supremo de la Iglesia. Que en nuestro corazón, en nuestra alma, revivan constantemente aquellas palabras con las que hizo su triple petición en la homilía cuando comenzó su ministerio petrino: “Rezad por mí, rezad por mí, rezad por mí”. Que no falte en nuestras vidas una oración diaria por el Vicario de Cristo, el sucesor de Pedro, conscientes de que con nuestra oración y nuestra mortificación, podemos ayudar a que el Papa siga llevando cada vez con más generosidad —teniéndola toda ya— esa Cruz, ese peso que el Señor ha puesto sobre sus hombros.

Igualmente, me da alegría que en esta ceremonia se haya leído el pasaje evangélico del buen Pastor, para rogaros a todos ardientemente que no dejéis de rezar por quien es el Pastor de esta iglesia particular. Llegará un momento en que dejará de serlo, pero vosotros no dejaréis de estar en su oración. Rezad por Monseñor Juan José Asenjo, queridísimo Arzobispo de Sevilla, que ha trabajado tanto como Obispo de esta Diócesis. Llevadle en vuestras almas, en vuestra oración, en vuestra alegría. Pedid que el Señor le bendiga y le dé esas espaldas anchas con las que ha querido abrazar la Cruz del peso del gobierno. Porque en la Iglesia los cargos son cargas. Son cargas que ayudan a sentir con más fuerza la necesidad de estar aferrados a Jesucristo, el Maestro que no dudó en abrazar la Cruz del agotamiento, de la total donación por la salvación de cada uno de nosotros.

Al mismo tiempo, os pido que recéis para que todas y todos queramos encarnar en nuestras vidas —que podemos hacerlo— la figura del buen Pastor. Buenos pastores con nuestro comportamiento; buenos pastores con la preparación doctrinal que debemos adquirir todos los días; buenos pastores para que, como el Maestro, nos decidamos a orientar con nuestra oración a las ovejas, a todas las personas que estén a nuestro alrededor, sin creernos mejores que los demás; al contrario, sintiendo la necesidad de que recen por nosotros.

Seamos almas contemplativas que —cumpliendo el mensaje de San Josemaría— procuran convertir la vida ordinaria en una plegaria que se alza al Cielo, como el incienso que hemos visto con el que se incensaba el Libro de la Palabra de Dios. Nosotros tenemos que ser, con nuestras vidas, palabra de Dios, palabra que sostenga, palabra que anime, palabra que ayude.

Al llegar a esta iglesia de San Nicolás, donde San Josemaría dejó su ardiente amor a la Eucaristía, haciendo la Visita al Señor, me he encontrado con otras maneras de bendecir propias del buen Pastor: la enfermedad o las limitaciones. Quered mucho a todos los enfermos de la Diócesis y de la Iglesia. Son un verdadero apoyo para que los demás, con la salud que el Señor nos ha concedido, podamos trabajar más y mejor. Que nos sintamos apoyados por la entrega de estas personas que padecen enfermedades o limitaciones. Formemos todos un Cuerpo místico unánime —enfermos y sanos, jóvenes y no tan jóvenes, profesionales y obreros—, y queramos llevar la Cruz de Cristo para ponerla en lo más alto de todas las actividades humanas. También en la enfermedad.

Reitero mi gratitud al Señor Arzobispo y a vosotros, y os pido con toda el alma, como una necesidad, que me encomendéis para que sea un buen ministro del buen Pastor. Necesito vuestra oración, vuestra ayuda, vuestro apoyo. Si queremos de verdad hacer la Iglesia, sostengámonos los unos a los otros. Apoyad a todos los Pastores. Os vuelvo a repetir como he empezado: no dejéis de rezar ningún día por quien es y ha sido tan buen Pastor de esta Iglesia particular. Acompañadle para que encuentre siempre, en todas las circunstancias, el apoyo de vuestra oración y de vuestro afecto.

Naturalmente, ponemos nuestra plegaria a los pies de Santa María, la “mujer eucarística”, como la llamó el queridísimo Juan Pablo II. Una mujer que supo hacer de su vida un fiat constante (cfr. Lc 1, 38), amando la Voluntad de Dios en todo momento. Que a todos nos llegue ese ejemplo de saber gastar diariamente la vida por la Iglesia, que quiere decir gastar la vida por todos nuestros hermanos, también por los que no tienen la dicha, o no quieren tenerla, de participar en la fe, de querer someterse a este Dios que ha querido entregarse a todas las almas.

Queramos a todo el mundo, también a los que no quieren amar a Cristo: que no se le ponga nunca entre paréntesis, que tenga siempre el realce que se merece como Rey, Creador del mundo, de los cielos y de la tierra.

Y, con la oración de María, uniéndome a vuestra oración, doy gracias de nuevo al Señor Arzobispo y le digo que me ha puesto muchas “plumas” que no merezco. Rezad para que siempre tengamos muy presente a toda la Iglesia y para que sintamos que nuestra oración puede llegar hasta el último confín, bien asidos de la mano de Santa María, Madre de la Iglesia, Madre de cada uno. Que Ella nos ponga en las manos de su Hijo Jesús y que, con Jesús, vayamos al Padre y al Espíritu Santo.

Sea alabado Jesucristo.

Romana, n. 49, Julio-Diciembre 2009, p. 280-282.

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