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Carta de marzo de 2010

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Este año, en su mensaje para la Cuaresma, el Papa toca el amplio tema de la justicia. Refiriéndose a la clásica definición de esta virtud —dar a cada uno lo suyo—, Benedicto XVI explica que «aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por la ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle»[1].

Dar a cada uno lo suyo, en el ámbito de las relaciones humanas, es presupuesto indispensable para el desarrollo de una sociedad justa, verdaderamente humana; y en este sentido, cada uno ha de esforzarse por cumplir lo mejor posible sus deberes hacia los demás, sea individualmente, sea en el seno de la comunidad a la que pertenece: familia, empresa, sociedad civil. Pero no podemos conformarnos con eso. San Josemaría aconsejaba: «Practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad»[2].

La honradez, la rectitud en el cumplimiento de los deberes hacia los otros, forma la base de una convivencia civil rectamente ordenada, aunque no es suficiente. El Señor se preocupó de curar a los enfermos, de alimentar a los que padecían hambre, etc.; pero se ocupó también, y sobre todo, de aliviar las necesidades espirituales: la ignorancia de las cosas divinas, la enfermedad del pecado... Porque, como escribe San Agustín, si «la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo (...), no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios»[3]. Por eso insistía nuestro Padre: «Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1 Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos»[4].

Estas consideraciones, al principio de la Cuaresma, nos ayudan también a poner en práctica la invitación a la conversión que la liturgia nos dirige a lo largo de estas semanas, en preparación para la Pascua. Para colaborar eficazmente a la implantación de un orden más justo en la sociedad, en primer lugar hay que poner orden dentro de nosotros mismos.

Ya advirtió Nuestro Señor, cuando reprochaba a los fariseos a propósito de los alimentos “puros” e “impuros”, que nada hay fuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, ésas son las que hacen impuro al hombre[5]. En efecto, el corazón humano, herido por el pecado original y por los pecados personales, constituye la fuente de los mayores males; en cambio, en el corazón humano, sanado y elevado por la gracia, se halla también el origen de los mayores bienes.

El pecado original fue la causa de que se disgregara la primitiva comunión que unía estrechamente a los hombres con Dios y entre sí. Los pecados personales ahondan aún más esa fractura, hasta convertirla en profunda separación. Lo descubrimos en tantos aspectos de la vida individual y colectiva. Aunque abierto por naturaleza a los demás, el hombre «siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que le lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado en los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cfr. Gn 3, 1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre liberarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?»[6].

Esta pregunta expresa la aspiración más profunda de cada persona, porque habiendo sido creados por amor y para el amor, todos los hombres y todas las mujeres —por mucho que a veces parezcan ocultarlo— aspiran a llenar su corazón de un amor puro y grande, que significa donación a Dios y a los demás por Dios, de modo que no quede espacio para el amor propio desordenado. Y esto sólo resulta posible con la ayuda de la gracia divina, que sana, fortalece y eleva nuestra alma; gracia que nos llega abundantemente, sobre todo, por medio de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.

Fomentemos, pues, en esta Cuaresma el deseo de renovación espiritual, cuidando mejor la preparación para acercarnos a la Confesión con la frecuencia debida, y esmerándonos en la preparación diaria para recibir al Señor en la Eucaristía. Además, hagamos lo posible para que las personas con las que tratamos habitualmente recorran esta misma senda. ¿Hemos concretado el modo de vivir las prácticas cuaresmales que la Iglesia recomienda para estas semanas? Buscar el trato con Nuestro Señor y con la Santísima Virgen, vivir con mayor generosidad el espíritu de penitencia, fijarse metas concretas de ayuda a los demás, también y ante todo en el apostolado, traza el camino para llegar con el alma bien dispuesta a recibir los frutos de la Pascua.

En este itinerario, adquiere gran importancia el esfuerzo por convertirse cada día a Dios, en algún punto concreto de nuestra existencia. Estos sucesivos cambios —quizá en cosas pequeñas, pero con la misma decisión que si se tratase de cuestiones grandes— resultan momentos de gran importancia para nuestra santificación. El Señor desea ardientemente que se produzca esa mudanza en nosotros, pero necesita nuestra colaboración personal. Recordemos aquellas palabras de San Agustín: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti»[7].

A impulsos del Espíritu Santo, los pequeños progresos diarios poseen la virtud de abrir de par en par las puertas de nuestro yo, para que la gracia divina lo purifique y lo encienda en el amor de Dios y del prójimo. Por eso, como escribió San Josemaría, «no podemos considerar esta Cuaresma como una época más, repetición cíclica del tiempo litúrgico. Este momento es único; es una ayuda divina que hay que acoger. Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros —hoy, ahora— una gran mudanza»[8].

Consideremos que la palabra “justicia” tiene en la Sagrada Escritura una acepción muy profunda, sobre todo cuando se predica de Dios. En este sentido, designa sobre todo la santidad divina, que el Señor desea comunicarnos gratuitamente por medio de la fe en Jesucristo, como enseña San Pablo en la carta a los Romanos. Porque no hay distinción, ya que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que está en Cristo Jesús. A Él lo ha puesto Dios como propiciatorio en su sangre —mediante la fe— para mostrar su justicia[9].

Sólo unidos a Jesús por la fe y los sacramentos hacemos nuestra esa santidad, que Él nos ha alcanzado, muriendo en la Cruz por nuestros pecados y resucitando para nuestra justificación. «Aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad»[10].

¡Qué bien se entiende, en este contexto, la constante predicación de nuestro Padre —primero, con su ejemplo— de revivir diariamente en la propia existencia «el papel del hijo pródigo»! Una enseñanza sobre la que hemos de retornar en todo momento, pero especialmente a lo largo de las próximas semanas. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.

»Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos»[11].

Tendremos más facilidad para recorrer sin cansancio este camino, si permanecemos muy cerca de la Virgen Santa, nuestra Madre, y de San José, su castísimo Esposo. Acudamos a Ellos con gran confianza, en este año mariano que hemos comenzado a recorrer en la Obra, con la urgencia de renovar en la fiesta del Santo Patriarca nuestra dedicación en la Obra. Me han removido de nuevo otras palabras de San Josemaría, que hemos de ponderar con hondura. Refiriéndose al comienzo de la labor apostólica del Opus Dei entre las mujeres, decía a sus hijas: «Pensaba que en el Opus Dei no habría más que hombres. No es que no quisiera a las mujeres (...), pero antes del 14 de febrero de 1930, yo no sabía nada de vuestra existencia en el Opus Dei, aunque sí latía en mi corazón el deseo de cumplir en todo la Voluntad de Dios»[12]. Hijas e hijos míos, ¿buscamos alimentar esta disposición —el deseo de cumplir la Voluntad de Dios— a toda hora? ¿Comprendemos que sólo con esta vibración tiene sentido la conducta de una mujer, de un hombre cristiano?

En el mes pasado hice un rápido viaje a Valencia —invitado por el Arzobispo de la Archidiócesis en el marco del Año sacerdotal— y a Palma de Mallorca, en las Islas Baleares, donde la labor de la Prelatura está creciendo con fuerza. En los dos sitios toqué con la mano, una vez más, la necesidad de Dios que anida en tantas almas, y he contemplado cómo reciben con agradecimiento el espíritu del Opus Dei, que les facilita la búsqueda y el encuentro con la Trinidad Santísima en el quehacer cotidiano. Como siempre que emprendo estos desplazamientos, me apoyé en la oración de todas y de todos. ¡Seguid acompañándome siempre!

El próximo día 23 se cumplirá un nuevo aniversario del tránsito del queridísimo don Álvaro. Al recordar la constancia con que siempre nos impulsó hacia la Virgen, os sugiero que recurráis privadamente a su intercesión para que las gracias de este año mariano calen profundamente en vuestras almas.

A finales de mes, el día 28, conmemoramos un nuevo aniversario de la ordenación sacerdotal de nuestro Padre. Pidámosle por el Papa y sus colaboradores, por los demás Obispos, por los sacerdotes del mundo entero, por las vocaciones sacerdotales y religiosas, por la santidad de todo el pueblo de Dios, que Jesucristo ha adquirido al precio de su sangre[13].

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

@ Javier

Roma, 1 de marzo de 2010.

[1] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma del año 2010, 30-X-2009.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 77.

[3] San Agustín, La Ciudad de Dios XIX, 21.

[4] Amigos de Dios, n. 172.

[5] Mc 7, 15.

[6] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma del año 2010, 30-X-2009.

[7] San Agustín, Sermón 169, 13 (PL 38, 923).

[8] Es Cristo que pasa, n. 59.

[9] Rm 3, 22-25.

[10] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma del año 2010, 30-X-2009.

[11] Es Cristo que pasa, n. 64.

[12] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 11-VII-1974.

[13] Cfr. 1 Cor 6, 20; 7, 23.

Romana, n. 50, Enero-Junio 2010, p. 136-140.

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