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En el IV Domingo de Cuaresma, Parroquia de San Josemaría, Roma (14-III-2010)

1. Queridos hermanos y hermanas,

Hoy es el cuarto Domingo de Cuaresma, que recibe el nombre de Lætare por las primeras palabras de la Antífona de entrada: alégrate, Jerusalén, y todos los que la amáis (...); llenaos de alegría los que estáis tristes[1]. El motivo de esta alegría está muy claro: estamos próximos a la Pascua y nuestro corazón rebosa de júbilo porque hemos sido redimidos por Cristo, que, con su entrega total a Dios Padre, nos ha convertido también a nosotros en hijos de Dios, en Él.

Mientras nos acercamos a la fecha de la Pascua, la liturgia nos espolea, cada vez con mayor insistencia, a vivir la conversión del corazón. En relación con esto, quisiera animar a todos a cumplir del modo mejor posible el precepto pascual, es decir, recibir la Comunión en la Pascua, y, por tanto, pensar en el gran tesoro y deber —que afecta a todos— de confesar los pecados graves antes de acercarse al sacramento de la Eucaristía. De este modo estaremos en condición de recibir con fruto las gracias abundantes que Dios nuestro Padre dispuso para nosotros.

Las lecturas de la Misa nos hablan de la misericordia de Dios, que está siempre dispuesto a perdonar nuestros pecados. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios (2 Cor 5, 20), exclama el Apóstol. Es un clamor que se levanta con insistencia a lo largo de toda la Cuaresma, pero que resuena con particular energía en la liturgia de hoy.

No olvidemos nunca que Dios quiere nuestra felicidad. Por esto Jesús instituyó el Santo Sacramento de la Penitencia; no sólo para perdonar los pecados graves, sino también los pecados veniales, para curar nuestras debilidades, para llenarnos de paz y de alivio gracias a este sacramento de la alegría, como le gustaba decir a San Josemaría. Preparémonos, por tanto, para hacer una confesión más profunda de lo habitual, esto es, hecha con más amor y contrición, y procuremos invitar a otras personas para que hagan lo mismo.

2. La parábola del hijo pródigo —llamada también del padre misericordioso—, es una viva imagen del amor que Dios tiene por cada uno de nosotros. En el relato del Evangelio, Jesús describe con rasgos claros el itinerario de toda conversión. Todos recordamos esta narración tan expresiva de la condición humana y de la misericordia divina. «el Señor ha querido grabar y profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en nuestra conciencia. ¡Cuántos hombres a lo largo de los siglos —decía Juan Pablo II—, cuántos hombres de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de su propia historia personal!»[2]. Procuremos, pues, una vez más, aplicarnos personalmente la parábola de Jesús.

El hijo más joven, que en la casa paterna no carecía de nada, decidió un día marcharse: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna (Lc 15, 12). ¿Acaso no actuamos así también alguna vez? Cuando seguimos lo que nuestra voluntad desea, en lugar de seguir la Voluntad divina, claramente manifestada en los mandamientos y en los deberes del propio estado, somos nosotros los que queremos dejar la casa paterna, somos nosotros los que pronunciamos las palabras que hieren el corazón de Dios. Es posible que con frecuencia no se trate de asuntos graves; pero también la desobediencia a Dios en asuntos pequeños es un mal para nosotros y una ofensa a Dios, nuestro Padre celestial.

Detengámonos a meditar sobre la vida del hijo pródigo, después de haber abandonado la casa paterna. Al comienzo de su aventura insensata, tal vez durante algunos meses, todo parecía —en apariencia— transcurrir de la mejor manera: el hijo se siente libre de la tutela paterna, contento de poder hacer lo que le da la gana. El Papa Benedicto XVI analizó la psicología de este personaje —que es o puede ser cada uno de nosotros— en una homilía sobre este relato evangélico: «En un primer momento —decía— todo va bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco, siente también en esto el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los cerdos»[3].

Llegado a esta condición, el hijo pródigo empieza a reflexionar. Se da cuenta de que el camino que emprendió no satisface su deseo de felicidad, sino que lo agudiza. Es lógico que sea así: el corazón humano está hecho para Dios y sólo Dios puede llenarlo completamente. El hijo decide entonces emprender el camino de vuelta Recapacitando entonces, se dijo: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Se puso en camino adonde estaba su padre (Lc 15, 17-20).

3. ¿No es cierto que todos nosotros, de una manera u otra, nos vemos reflejados en este pobre muchacho? ¿No es verdad que también a nosotros nos engañaron alguna vez los atractivos de la tierra, que nos invitaban a no dar el suficiente valor a la verdadera alegría de permanecer en la casa de nuestro Padre Dios? En estos casos, hemos de actuar siguiendo la enseñanza de la parábola del hijo pródigo, especialmente en su feliz conclusión. Porque, como escribe San Josemaría, «la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios»[4].

No quisiera terminar sin subrayar que no hemos de perder nunca la esperanza. El hijo pródigo sabe que sigue siendo hijo de su padre a pesar de la lamentable situación en que se encuentra. La conciencia de este hecho le da la valentía de emprender el camino de vuelta. Porque, como escribe San Juan, en esto conoceremos que somos de la verdad y en su presencia [delante de Dios] tranquilizamos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo (1 Jn 3, 19-20).

El Papa Juan Pablo II afirmó que «no hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de Él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte»[5].

La misericordia divina nos espera siempre: pero, ¡no retrasemos el momento para volver a Él, cada vez que sea necesario!

Quiero terminar con unas palabras de San Josemaría que pueden servir como un estímulo cariñoso, también para que animemos a otras personas a acudir al sacramento de la alegría. «Dios nos espera —decía—, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos»[6].

Os invito también a orar con mayor intensidad por nuestra Santa Madre, la Iglesia, por el Papa, por los Obispos y los sacerdotes, por todo el Pueblo de Dios, por la humanidad entera. Roguemos a María, nuestra Madre, que es también refugio de los pecadores, que nos obtenga de su Hijo la gracia de acudir al Santo Sacramento de la Penitencia en estas próximas fiestas con un examen cuidadoso, con una contrición más viva, con el propósito firme de no alejarnos nunca más de la casa de nuestro Padre Dios.

Pidamos también a la Virgen —Causa nostræ lætitiæ— que nos mantenga fieles a Jesucristo, como Ella lo fue en su vida terrena. Así sea.

[1] IV Domingo de Cuaresma, Antífona de entrada (cfr. Is 66, 10-11).

[2] Juan Pablo II, Homilía en el IV Domingo de Cuaresma, 16-III-1980.

[3] Benedicto XVI, Homilía en el IV Domingo de Cuaresma, 18-III-2007.

[4] Es Cristo que pasa, n. 64.

[5] Juan Pablo II, Homilía en el IV Domingo de Cuaresma, 16-III-1980.

[6] Es Cristo que pasa, n. 64.

Romana, n. 50, Enero-Junio 2010, p. 81-84.

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