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En la Catedral de Valencia (5-II-2010)

1. Queridos hermanos y hermanas.

Tengo muy grabado en la memoria el cariño que San Josemaría profesaba a esta ciudad de Valencia. Lo expresó públicamente en el año 1972, durante su última estancia entre vosotros, cuando decía que miraba a Valencia «con una predilección que no es ofensa para ninguna otra ciudad de España o fuera de España»[1]. Ese cariño tenía raíces lejanas. Ya en 1936, San Josemaría había planeado comenzar la labor de la Obra aquí y en París; pero los desastres que todos conocemos, le obligaron a posponer esos planes. Sólo en 1939, una vez finalizada la contienda española, pudo realizar el primero de esos sueños. De este modo Valencia fue la primera población —después de Madrid— que acogió el mensaje espiritual de San Josemaría. Por eso —concluía— «parece que Dios Nuestro Señor quiere que yo ame de una manera particular a Valencia»[2].

Con estos precedentes, podéis comprender qué grande es mi gozo al celebrar el Santo Sacrificio en esta Catedral. Se lo agradezco de todo corazón a vuestro Arzobispo, mi querido hermano don Carlos Osoro, que me ha invitado.

Celebramos, como votiva, la Misa de San Josemaría. Los textos de las lecturas fueron propuestos a la Santa Sede por mi predecesor, el Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo. Los eligió porque en esos pasajes de la Sagrada Escritura se contienen algunos de los puntos fundamentales del espíritu que, movido por Dios, San Josemaría se lanzó a predicar desde el 2 de octubre de 1928. Estos textos iluminaron la mente de este santo sacerdote, que los llevó repetidamente a su oración para desentrañar el sentido divino que contienen.

2. La primera de las lecturas está tomada del Génesis. Se nos relata cómo nuestros primeros padres —creados por Dios con amor y amados cada uno por sí mismo— fueron puestos en el paraíso ut operaretur (cfr. Gn 2, 15), para que colaboraran en el desarrollo de la obra creadora.

Escribe el autor sagrado que Yahveh se paseaba por el jardín a la hora de la brisa (Gn 3, 8). Con estas palabras, el Génesis quiere expresar la familiaridad con que Dios seguía los pasos de Adán y Eva, cómo se complacía en ellos y en su trabajo. Antes del pecado original, en efecto, nuestros primeros padres alababan al Señor cumpliendo fielmente el mandato de dominar la tierra (cfr. Gn 1, 26): el trabajo no suponía para ellos cansancio o fatiga, sino sumo gozo, porque «en los planes del Señor —anota San Josemaría—, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación»[3].

Desgraciadamente, «fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios»[4]. No lo olvidemos: por eso hemos de saber amar rectamente el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Así daremos gloria a Dios y seremos felices. Como predicaba el Fundador del Opus Dei, encontraremos al Señor en la vida de cada día, si le buscamos; si no, no le encontraremos nunca.

San Josemaría enseñó que los cristianos no han de realizar su trabajo con mentalidad de asalariados, sino con espíritu filial, plenamente convencidos de que es un divino encargo recibido de su Padre Dios. Es la enseñanza que subyace en la segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta a los Romanos, canto de gozoso agradecimiento por el don de nuestra filiación divina. Los que son guiados por el Espíritu de Dios —exclama el Apóstol—, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 15).

Esta lectura va precedida por el Salmo 2, el salmo de la realeza de Cristo, en el que Dios Padre proclama el dominio universal de su Hijo encarnado —y de nosotros con Él— sobre la creación entera: pídeme y te daré en herencia las naciones, los confines de la tierra en propiedad (Sal 2, 8).

Nuestro Señor desea que los cristianos, con la gracia del Espíritu Santo, acabemos bien las tareas, con ahínco, para colocar a Cristo en la cima de todas las actividades humanas honradas. Así contribuiremos a restaurar su designio eterno sobre la sociedad, que tantas personas se empeñan hoy día en negar. Pero no hemos de acobardarnos: Jesucristo nos alienta para que nos movamos con una confianza absoluta en su poder y en su gracia, a pesar de los planes vacíos que trazan muchos en la tierra, luchando vanamente contra el Señor y contra su Ungido (Sal 2, 1-2), porque contra Él no pueden nada. Recemos llenos de confianza este salmo, como lo recitaban los primeros cristianos; llevémoslo a nuestra oración personal, para llenarnos en todo momento del optimismo sobrenatural que proviene de Dios. Porque Dios —como le gustaba repetir a San Josemaría— no pierde batallas.

3. La Iglesia espera de sus hijos, en la hora actual, un testimonio vibrante y esperanzado de su fe. Pero no imaginemos grandes hazañas, ni pensemos que esa tarea —poner a Cristo en la cumbre de todo lo humano— concierne a un pequeño grupo de personas. ¡Todos hemos de sentirnos comprometidos en la nueva evangelización, en esta misión estupenda de ayudar a descubrir a muchas personas las raíces cristianas de la sociedad en la que vivimos! El Papa Benedicto XVI lo ha puesto de relieve en muchos momentos. «Es indispensable —afirmaba en una ocasión— dar al testimonio cristiano contenidos concretos y practicables, examinando cómo puede llevarse a cabo y desarrollarse en cada uno de los grandes ámbitos en los que se articula la experiencia humana. Esto os ayudará a no perder de vista (...) la relación entre la fe y la vida diaria, entre la propuesta del Evangelio y las preocupaciones y aspiraciones más íntimas de la gente»[5].

San Josemaría llamaba unidad de vida a esa fuerte coherencia entre la fe y las obras, entre la doctrina y el comportamiento concreto de cada jornada, porque es exigencia fundamental de la existencia de la hija y del hijo de Dios. No pensemos, sin embargo, que esta actitud va a cercenar las legítimas aspiraciones de los católicos en cuanto ciudadanos y miembros de la sociedad civil. Como señala el Santo Padre, «los discípulos de Cristo reconocen y acogen de buen grado los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, como el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, los derechos del hombre, la libertad religiosa y la democracia. Sin embargo, no ignoran y no subestiman la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todo contexto histórico. En particular —insiste el Romano Pontífice—, no descuidan las tensiones y contradicciones de nuestra época. Por eso, la obra de evangelización nunca consiste sólo en adaptarse a las culturas, sino que siempre es también una purificación, un corte valiente, que se transforma en maduración y saneamiento, una apertura que permite nacer a la “nueva criatura” (2 Cor 5, 17;Gal 6, 15) que es el fruto del Espíritu Santo»[6].

4. Querría decir unas palabras a propósito de la pesca milagrosa. Es uno de los textos evangélicos más comentados por San Josemaría, que veía ahí la urgencia con la que Jesús nos invita al apostolado. Duc in altum!, guiad mar adentro —nos dice ahora Jesús, como antaño a Pedro y a sus compañeros—, y echad vuestras redes para la pesca (Lc 5, 4). Todos hemos de sentir la responsabilidad de tomar parte en la misión evangelizadora de la Iglesia: laicos y sacerdotes, trabajadores manuales e intelectuales, estudiantes, hombres y mujeres, casados y solteros: cada uno en el lugar donde Dios le ha colocado. En la Barca de Pedro, todos tenemos una misión que cumplir. Unos a los remos, otros a las redes, o calafateando el fondo de la embarcación; pero la tarea es común. Cristo es el Patrón de esta nave que está surcando los mares de la historia desde hace veinte siglos y que no se puede hundir, porque navega a impulsos del Espíritu Santo. Quizá sea el momento de preguntarnos, cada uno en la intimidad de su conversación con Dios, si ocupamos responsablemente nuestro puesto en el seno de la Iglesia; si de verdad estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance para colaborar en su rumbo hacia la eternidad.

Antes de concluir, os sugiero un punto de examen que el Papa sometía a la consideración de pastores y fieles de la Diócesis de Roma, hace algún tiempo, y que es perfectamente aplicable a cada lugar y a cada situación. Benedicto XVI recalcaba que se trata de un punto «sumamente importante para la misión de la Iglesia y exige nuestro compromiso y ante todo nuestra oración. Me refiero —continuaba— a las vocaciones a seguir más de cerca al Señor Jesús»[7]

Es un tema de gran actualidad dentro del Año sacerdotal. Todos hemos de rogar al Dueño de la mies que envíe muchos trabajadores a su campo (cfr. Mt 9, 38); pero no sólo sacerdotes —que es importantísimo—, también hombres y mujeres que le sigan con plena disponibilidad para el apostolado, según las circunstancias concretas de cada uno. Y concluía el Santo Padre: «De manera siempre delicada y respetuosa, pero también clara y valiente, debemos dirigir una peculiar invitación al seguimiento de Jesús a los chicos y a las chicas que parecen más atraídos y fascinados por la amistad con Él»[8].

No pensemos que ahora las cosas son más difíciles que en el pasado. Inter medium montium pertransibunt aquæ (Sal 103 [104] 10); las aguas de la gracia pasarán por encima de todos los obstáculos si nosotros rezamos, si llevamos una auténtica conducta cristiana, si exponemos la doctrina de la Iglesia sin respetos humanos, si realizamos nuestro trabajo con perfección humana y se lo ofrecemos al Señor.

Et fui tecum in omnibus, ubicumque ambulasti (2 Sam 7, 9). Son palabras de la Sagrada Escritura que San Josemaría oyó resonar una vez en el fondo de su alma. El Señor le decía que no le abandonaría nunca, que estaría siempre a su lado. Lo mismo nos confía ahora a nosotros. Quiere que nos movamos con esta confianza absoluta, que amemos su Voluntad, que observemos sus mandamientos, que no son un peso —aunque a veces puedan costar—, sino ayuda para vencer nuestras tendencias desordenadas, alas para subir al Cielo.

Quiere igualmente el Señor que descubramos su Providencia en la tribulación, en el sacrificio menudo o grande de cada jornada, porque ese sacrificio es la piedra de toque del verdadero amor.

Quiere que amemos los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía, y que hablemos de estos dones a quienes tratamos.

Quiere, en fin, Nuestro Señor que nos demos cuenta de que la vida ordinaria, lo aparentemente corriente, esconde un “algo divino” —como aseguraba San Josemaría— que hemos de descubrir y aprovechar para nuestra propia santificación y la de los demás.

Y rezad con afecto y perseverancia por la persona e intenciones del Arzobispo de Valencia: que pueda contar a diario con vuestra ayuda. Queredle muy de veras.

Acudamos a la intercesión de Nuestra Señora, Mare de Déu dels Desamparats, para que presente a su Hijo nuestras súplicas. San Josemaría afirmaba que la Virgen, como las madres buenas de la tierra, quiere más a los hijos que más la necesitan. Por eso, no nos preocupe si alguna vez nos sentimos especialmente menesterosos. Entonces nuestra Madre se volcará con cada uno de nosotros. Así sea.

[1] San Josemaría, Apuntes de una tertulia, 14-XI-1972.

[2] Ibid.

[3] Amigos de Dios, n. 81.

[4] Es Cristo que pasa, n. 112.

[5] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la IV Asamblea eclesial nacional de Italia, 19-X-2006.

[6] Ibid.

[7] Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea diocesana de Roma, 11-VI-2007.

[8] Ibid.

Romana, n. 50, Enero-Junio 2010, p. 77-81.

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