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En la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio, Roma (23-III-2010)

Queridos hermanos y hermanas!

1. Conservo muy vivo en mi memoria el recuerdo de la noche entre el 22 y el 23 de marzo de hace dieciséis años. Estábamos recién llegados de Tierra Santa, y el Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, se hallaba repleto de felicidad sobrenatural y humana después de haber pasado una semana en los lugares por los que caminó Jesucristo. Ninguno de los que le acompañábamos, ni los que le acogieron en Tierra Santa, podíamos imaginar que aquel viaje iba a ser la última oportunidad para conversar con este Obispo de vida ejemplar. Mucho menos él, el queridísimo Prelado del Opus Dei, primer sucesor de San Josemaría, pensaba que en el transcurso de pocas horas recibiría el abrazo eterno de la Trinidad. Me atrevería a decir que pasó de la felicidad sobrenatural y humana que le embargó al recorrer los Santos Lugares, a la felicidad eterna, aquella que viene de la contemplación de Dios cara a cara.

Esta Santa Misa nos ofrece la posibilidad de pensar que todos nosotros hemos de vivir sabiéndonos seguidos amorosamente por la Providencia. El Año sacerdotal, que estamos recorriendo, convocado por el Santo Padre, nos puede sugerir que miremos detenidamente la figura de don Álvaro, especialmente desde el punto de vista de la virtud de la fidelidad. San Pablo, cuando enumera las cualidades que los ministros sagrados han de tener, se detiene en primer lugar precisamente en esta virtud: así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que se busca en los administradores es que sean fieles (1 Cor 4, 1-2).

La fidelidad es una virtud humana y cristiana de primera magnitud. Está aún reciente la solemnidad de San José, el custodio de Jesús y de María, y no podemos olvidar que el santo Patriarca «era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo (cfr. Mt 1, 19). Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina»[1].

Los que tuvimos la suerte de mantener trato frecuente y personal con don Álvaro podemos atestiguar que su vida entera se desarrolló bajo el lema de la fidelidad: lealtad a Dios y a la Iglesia, lealtad a la llamada recibida por el Señor a pertenecer al Opus Dei y lealtad a San Josemaría, de quien estuvo muy cerca, siendo su colaborador más estrecho. En la oración para la devoción privada, mi predecesor es definido como Pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia y fidelísimo hijo y sucesor de San Josemaría. Este tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión, es también tiempo de fidelidad, si consideramos que la Misericordia divina sale al encuentro de nosotros, pecadores. Y, puesto que el Señor es siempre fiel, nos ofrece de continuo la posibilidad de responder con lealtad sobrenatural y humana, y nos invita a todos a formar parte de su pueblo.

2. Mons. Álvaro del Portillo comprendió desde el primer instante de su caminar en el Opus Dei, que Dios, fuente de todas las gracias, nos llama a ser fieles a sus peticiones, para alcanzar la santidad y servir a las almas. Precisamente por este esfuerzo diario de fidelidad, pudo don Álvaro convertirse en un apoyo firme para el Fundador. Las circunstancias de aquellos tiempos, cuando la Obra daba sus primeros pasos, que no estuvieron exentos de dificultades de todo tipo, permitieron a San Josemaría encontrar en él un hombre de temple firme, haciéndole descubrir que la Providencia lo había puesto a su lado para ayudarle con mayor eficacia en el gobierno del Opus Dei.

Ya a partir de 1939, San Josemaría empezó a llamar a don Álvaro con el nombre de saxum, roca, gracias a su fortaleza humana y sobrenatural, y gracias también a su disponibilidad. Me atrevería a decir que esta palabra —saxum— ha sido realmente profética. Don Álvaro, en efecto, manifestó siempre, con la fuerza de los hechos, que era una persona fiel, fuerte como la roca, capaz de resistir cualquier intemperie.

Agradecido a Dios, porque le había puesto a su lado por tantos años, San Josemaría no dejaba de señalar a los demás fieles del Opus Dei que don Álvaro era un ejemplo de fidelidad. En una ocasión, aprovechando la circunstancia de que no estaba presente, aludió a Mons. del Portillo con estas palabras: «Tiene la fidelidad que debéis tener vosotros a toda hora, y ha sabido sacrificar con una sonrisa todo lo suyo personal, como vosotros. Él no piensa que es una excepción, y yo tampoco creo que no lo es, y no lo será nunca: todos debéis hacer como él, con la gracia de Dios. Y si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez?, os responderé: sì, muchas veces ha sido heroico, muchas; con un heroísmo que parece cosa ordinaria»[2]. He sido testigo de cómo don Álvaro sabía luchar, empleándose para que en su corazón y en los corazones de los demás naciera y creciera un profundo amor a la Iglesia, al Santo Padre, a los sacerdotes y a todos. Imitando a Jesús, el Maestro, procuró ser un amigo capaz de ayudar a los demás.

3. Todos nosotros, como cristianos que han sido marcados por el carácter del Bautismo y, luego, por el de la Confirmación, hemos sido configurados a Cristo, que, por medio del Espíritu Santo, nos convirtió en hijos de Dios y partícipes de su Sacerdocio. Sobre nosotros recae, por tanto, la gozosa responsabilidad de ser fieles a nuestra vocación cristiana y ofrecer así a los demás un testimonio de lealtad. A pesar de que muchas personas se resisten a mantener los compromisos libremente asumidos, estamos llamados a manifestar, con las palabras y los hechos, fidelidad en todos los terrenos de nuestra existencia: en la relación con Dios y con los demás, en las relaciones sociales, profesionales y familiares.

Permanecer leales siempre y en todo no es fácil y exige sacrificio. Lo descubrimos en la vida de San José: «Porque la historia del Santo Patriarca fue una vida sencilla, pero no una vida fácil»[3]. Por esto el Papa Benedicto XVI afirma: «En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal»[4]. No hay que extrañarse, por tanto, si también en la vida cristiana la exigencia de la fidelidad encuentra momentos de dificultad, de lucha, que se pueden y se deben vencer con la ayuda de la gracia divina; y si hemos sido vencidos, podemos volver a empezar con una fidelidad nueva, acudiendo al sacramento de la Confesión.

En la sociedad actual, asume particular importancia la fidelidad a la propia vocación cristiana, en sus diversas manifestaciones, tanto laical como sacerdotal, sin olvidar los que han sido llamados a la vida consagrada. En todas estas situaciones conviene tener presente que «la escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y de fidelidad que hay que renovar todos los días»[5]. Y añadiría que es un camino de gozo y de paz, porque el Señor nos quiere felices. Nos ayuda ahora el tiempo litúrgico de la Cuaresma, que es una nueva llamada a vivir la lealtad de los hijos de Dios, a la conversión del corazón, acompañada por el firme propósito de cumplir todos los compromisos del bautismo: de este modo se participa, en todas las circunstancias, de la felicidad del Cielo.

Escuchemos de nuevo una invitación de San Josemaría: «La Cuaresma ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión?». Y añadía: «Cada uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta»[6].

Oremos, por tanto, para que todos los cristianos entendamos la importancia de ser leales a las exigencias de la doctrina y de la moral de la Iglesia, para dar así testimonio a Jesucristo y de Jesucristo. La liturgia de la Vigilia Pascual, al invitarnos a renovar los compromisos bautismales, desea despertar en nosotros la conciencia de que «el Bautismo que justifica es también una llamada a buscar la justicia que brota de la fe. El programa más común de una vida auténticamente cristiana se resume en la fidelidad a las promesas del santo Bautismo»[7].

Antes de terminar, me vienen a la memoria las palabras de una postal escrita por don Álvaro, durante su peregrinación a Tierra Santa, precisamente en la Cuaresma del año 1994. Se dirigía a un Prelado de la Curia romana muy cercano al Papa, pidiendo que hiciera presente a Juan Pablo II la unión con su Augusta Persona. «Desde estos santos lugares he rezado —hemos rezado— mucho por usted, vir fidelis, y con la súplica de querer presentar al Santo Padre nuestro deseo de ser fideles usque ad mortem, en el servicio a la Santa Iglesia y al Santo Padre».[8]

En este deseo ardiente de ser fiel hasta la muerte, expresado de modo sencillo y directo pocos días antes de su piadoso tránsito, me parece que se puede encontrar una síntesis de la existencia entera de este Siervo de Dios y amado predecesor mío. Quiera Dios, por intercesión de la Virgen, que también de cada uno de nosotros se pueda decir que hemos sido fideles usque ad mortem, fieles a la vocación cristiana, con una fidelidad concreta, alegre, indiscutida, renovada día tras día en las cosas grandes y pequeñas de la vida ordinaria.

Pienso que se trata también de una invitación, dirigida a cada uno de nosotros, para ayudar diariamente al Santo Padre, a la Iglesia Santa, a la humanidad entera. Precisamente con esta petición termina la oración para la devoción privada al Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, a la que aludí al comienzo: haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y servir al Reino de Jesucristo.

Y ahora, dirigiéndonos de nuevo a María, podemos decir: haz que todos nosotros lleguemos a ser personas verdaderamente cristianas, como Tú lo fuiste. Así sea.

[1] Es Cristo que pasa, n. 40.

[2] San Josemaría, Apuntes de una reunión de familia, 11-III-1973.

[3] Es Cristo que pasa, n. 41.

[4] Benedicto XVI, Homilía, 23-IX-2007.

[5] Benedicto XVI, Discurso en la Audiencia general, 24-V-2006.

[6] Es Cristo que pasa, n. 58.

[7] Benedicto XVI, Discurso, 27-V-2006.

[8] Mons. Álvaro del Portillo, Palabras escritas en Jerusalén, 17-III-1994.

Romana, n. 50, Enero-Junio 2010, p. 84-88.

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