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En la Missa in Coena Domini el Jueves Santo, Iglesia Prelaticia de Santa María de la Paz, Roma (1-IV-2010)

1. Queridos hermanos, queridos hijos míos.

Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem sæculi (Mt 28, 20), Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Seguramente los Apóstoles, al escuchar estas palabras de Cristo, momentos antes de su Ascensión al cielo, no entendieron cómo se cumpliría esta promesa. Sin embargo, obedeciendo al mandato de Jesús, regresaron a la Ciudad Santa y se congregaron en el Cenáculo, rezando en torno a María Santísima.

A los pocos días, cuando el Paráclito descendió visiblemente sobre ellos, comprendieron lo que Jesús les había dicho. A su memoria acudieron, con claridad divina, las enseñanzas del Maestro y tantos momentos vividos a su lado; entre otros, las horas pasadas junto a Él en ese mismo lugar, el Cenáculo de Jerusalén, antes del sacrificio del Calvario. En aquel primer Jueves Santo, el Señor tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en conmemoración mía”. Y de la misma manera, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en conmemoración mía” (1 Cor 11, 24-25). San Pablo añade: Porque cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga (Ibid., 26).

La Santísima Eucaristía es el modo divino con el que Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, cumplió su promesa: se fue al Cielo y se quedó con nosotros hasta el fin de los tiempos. Sólo un Amor infinito, como el suyo, podía realizar este prodigio. Y aquí lo tenemos, oculto verdaderamente bajo las especies sacramentales: con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. En esta Misa in cena Domini conmemoramos la institución de la Eucaristía y se lo agradecemos de modo especial; pero cada día el sacrificio redentor del Calvario se hace sacramentalmente presente en el altar, para nuestro bien y nuestra salvación.

Digamos ahora a Jesús, verdadera, real y sustancialmente con nosotros en la Hostia Santa: adoro te devote, latens deitas; quiero adorarte, Señor, como los santos que más te hayan adorado en la tierra; y, como ellos, deseo llevarte a toda la humanidad, para que nos sanes, para que nos des tu Vida.

2. Jesucristo vino a conversar con los hombres, a salvarlos, a darse a todos: a ti y a mí. Y ahora manifiesta por nosotros el mismo interés que mostró a los ciegos, cojos y sordos que curó durante su vida terrena; el mismo perdón que dispensó a Dimas, el ladrón arrepentido, y a los pecadores que se acercaron a Él contritos.

Te rogamos, Señor, con sinceridad, que nos cambies el corazón de piedra —que aún tenemos tantas veces— por un corazón de carne, que sepa amar limpiamente, con entera generosidad, para servirte, honrarte, alabarte con más constancia, con más totalidad; y, contigo, amar y servir a todas las almas.

Misterio de fe y de amor es la Eucaristía. Con tu ayuda, Jesús, ya que quieres que seamos una sola cosa contigo, nos proponemos afinar en nuestra vida eucarística, hasta llegar a ser —con tu gracia— “totalmente, esencialmente eucarísticos”, como escribió San Josemaría. Porque nuestra vida, Señor, la de cada uno, se queda en nada si no te buscamos, si no te tratamos, si no te amamos.

3. Estamos viviendo en la Iglesia el Año sacerdotal convocado por el Papa con ocasión del 150º aniversario de la muerte del santo Cura de Ars. Y hoy precisamente conmemoramos el momento en que Jesucristo instituyó el sacramento del Orden. Lo hizo al mismo tiempo que la Eucaristía, cuando dijo a los Apóstoles —y, en ellos, a todos los obispos y presbíteros— aquellas palabras que ya antes hemos recordado: haced esto en memoria mía (Lc 22, 19).

Demos gracias a Dios por esta bondad suya, sin la que no podríamos recibir personalmente los frutos de la Redención. Recordemos unas palabras del Cura de Ars, que Benedicto XVI ha recogido en su Carta para el Año sacerdotal: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote”.

Todos tenemos el deber de rezar mucho por todos los sacerdotes, para que sean santos. Y no dejemos pasar un solo día sin levantar al cielo nuestra plegaria, para que el divino Sembrador, Jesús, siembre en el alma de muchos hombres la llamada al sacerdocio.

4. Necesitamos purificarnos para que el Señor pueda habitar en nuestras almas. Él lo desea. Ecce sto ad ostium et pulso (Ap 3, 20), nos dice a cada uno: mira que estoy a tu puerta y llamo. No hagamos oídos sordos a sus requerimientos; abrámosle plenamente las puertas del corazón. Si lo hacemos, como explicaba San Josemaría, “nos veremos urgidos a corresponder en lo que es más importante: amar. Y sabremos difundir esa caridad entre los demás hombres, con una vida de servicio” (Es Cristo que pasa, 94).

Sólo así, dejando entrar plenamente a Jesucristo en nuestra vida, podremos mirar el mundo con sus ojos, amar a los demás con su Corazón. Él, con su entrega en la Eucaristía, nos está invitando a participar de su Vida. Esto nos hace ver que la Eucaristía impulsa al apostolado: el afán de almas es el fruto en sazón de quien se propone de verdad ser alma de Eucaristía.

Acudamos a Nuestra Señora. La Virgen es —como escribió el Papa Juan Pablo II— la Mujer eucarística por excelencia, pues siempre estuvo pendiente de Jesús en la tierra. Ahora, desde el Cielo, se halla constantemente ocupada de nosotros, de nuestra felicidad, de nuestra salvación. Le rogamos: Madre nuestra, métenos dentro de tu Corazón inmaculado, purifícanos, llénanos de amor por tu Hijo Jesús, para que así contagiemos ese amor a otras muchas almas. Así sea.

Romana, n. 50, Enero-Junio 2010, p. 88-90.

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