envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Discurso en la inauguración del año académico, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (4-X-2010)

Eminencias, Excelencias y muy ilustres Autoridades,

Profesores, estudiantes y todos los que trabajáis en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz,

Señoras y Señores:

Empieza hoy el nuevo curso académico: para los estudiantes recién incorporados es realmente una novedad, para los demás es, tal vez, sólo una vuelta a empezar.

Todos nosotros hemos de lograr infundir una nueva ilusión en el trabajo hasta armonizar bien la fe y la razón. Se puede pensar que esta tarea es exclusiva del teólogo; pero no es así. Tanto la perspectiva teologal como la racional pueden ser propias y características de cualquier oficio universitario, ya sea estrictamente académico, ya sea de tipo directivo, administrativo o técnico. Quisiera detenerme, por tanto, en algún aspecto de la “unidad de vida”, un tema del cual San Josemaría Escrivá ha sido un gran maestro.

1. El estudio y la investigación universitarios persiguen siempre la verdad, una verdad plena, definitiva. Por esto, Benedicto XVI, debido también a su experiencia personal, se preguntaba con razón: «¿Qué es la universidad?, ¿cuál es su tarea? (...). Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad»[1].

Esta tarea de conocer la verdad es casi sobrehumana, porque la verdad está presente en todos los terrenos del saber: la razón humana está llamada a un compromiso fascinante, pero inabarcable, porque un estudioso por sí solo puede con facilidad extraviarse —y la experiencia nos enseña que este riesgo no es teórico—, de modo que se hace indispensable la colaboración entre muchos, es decir, la constitución de una Universitas magistrorum et scholarium, formada no por una sola universidad, sino por muchas.

2. Los horizontes de la verdad trascienden las fuerzas de la razón, como enseña el Santo Padre: «La razón, por otro lado, siente y descubre que, más allá de lo que ya ha alcanzado y conquistado, existe una verdad que nunca podrá descubrir partiendo de sí misma, sino sólo recibir como don gratuito»[2]. La razón necesita la fe, que «más bien purifica la razón y la exalta, permitiéndole así dilatar sus propios espacios para insertarse en un campo de investigación insondable como el misterio mismo»[3].

Una fe exclusivamente teórica no es suficiente porque el misterio, al cual la fe eleva la razón, no es una abstracción intelectual, sino una realidad personal: Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que lleva a cabo su obra de salvación a lo largo de la historia humana, entrando en ella hasta convertirse, con la Encarnación del Hijo, en sujeto de la historia misma; la historia, precisamente, de la salvación.

Es necesaria, por tanto, la fe auténtica, definida de modo sintético por San Pablo, con una frase breve pero luminosa, como «la fe que actúa por la caridad» (Gal 5, 6). Sin la caridad, el conocimiento corre el peligro de convertirse en una palabrería vacía, en un juego dialéctico, como el de aquellos que —siempre según San Pablo— «no entienden lo que dicen ni lo que rotundamente afirman» (1 Tm 1, 7), porque —explica el Apóstol— se han desviado de la «caridad, que brota de un corazón limpio, una conciencia buena y una fe sincera» (1 Tm 1, 5).

3. No todas las Facultades universitarias cultivan explícitamente el conocimiento del misterio de Dios, pero todas pueden recibir un beneficio de la fe, porque la fe purifica la razón. Se acaba en un fracaso, en efecto, no sólo cuando la razón no es suficientemente aguda para detenerse en el umbral de la evidencia, sino, y sobre todo, cuando lo que mueve la razón es el deseo de autoafirmación, el egoísmo, el interés económico, la ambición de poder, la superficialidad, la intemperancia, etc. Quien se dedica al estudio universitario, de cualquier nivel, debe vigilar contra los asaltos de esta corrupción de la razón. Desde que el desorden del pecado entró en la historia humana, el mejor remedio contra los gérmenes que atacan la razón es precisamente la fe que opera por medio de la caridad.

La fe favorece un buen uso de la razón y la razón, por su parte, ayuda a acoger la luz de la fe, abriendo los ojos del entendimiento, no porque la fe sea oscura, sino para llevar a cabo la exhortación de San Pedro: que estéis «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15). Se fomentará así el espíritu de diálogo y de servicio a la verdad, indispensables también en el trabajo universitario, manteniendo el esfuerzo diario para evitar el error, que es desgraciadamente todavía muy actual, como denunció el Concilio Vaticano II: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época»[4].

4. Da mucho ánimo ver el empuje con el que San Josemaría exhortaba con energía a vivir la unidad de vida en una homilía predicada precisamente en una Universidad, la de Navarra: «¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales»[5].

El desposorio entre fe y razón no puede limitarse a la intimidad de los espíritus humanos, porque afecta a toda la persona, de la cual la corporeidad es parte integrante, y debe lograr que los diversos conocimientos, recién adquiridos o largamente meditados, se viertan en la conducta externa.

La unidad entre razón y fe se convierte, en consecuencia, en unidad entre pensamiento y acción, entre enseñanza y ejemplo, como decía hace poco el Santo Padre, en la vigilia de la beatificación del Cardenal John Henry Newman: «Verdad que se transmite no sólo por la enseñanza formal, por importante que ésta sea, sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa»[6].

5. Los profesores universitarios no son los únicos que deben aspirar a vivir esta armonía interior. También los estudiantes han de buscarla, aunque exija no poco trabajo y dedicación. Se trata de un esfuerzo que se ha de emprender con deportividad y optimismo: sobre todo optimismo, porque la fe es un don de Dios, que es infinitamente generoso. La razón es, en primer lugar, un don de Dios a la naturaleza humana. No importa si experimentamos con frecuencia la insuficiencia de nuestra capacidad de razonar y nos quejamos por no ser más inteligentes. Nos consuela la palabra transmitida por Santiago, el de Alfeo: «Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios —que da a todos abundantemente y sin echarlo en cara—, y se la concederá. Pero que la pida con fe, sin vacilar, pues quien vacila, es semejante al oleaje del mar, movido por el viento y llevado de una parte a otra» (St 1, 5-6).

La fe nos da la seguridad de recibir la ayuda de Dios, pero Dios de ordinario no os dispensará del esfuerzo de un trabajo asiduo, intenso y sacrificado, que os llevará a descubrir motivos más elevados e inéditos para vuestro estudio.

¿Cuáles son, por ejemplo, estos motivos? Puede ser suficiente, como respuesta, citar un punto de Camino, un libro de San Josemaría que ha abierto amplios horizontes a millones de lectores, en todo el mundo: «Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? —Y copio de una carta: “Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. Tiene una significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella”»[7]. Basta sustituir la palabra microscopio por libro o apuntes para que esta consideración de Camino siga siendo plenamente actual también en nuestra Universidad.

6. He mencionado antes la conveniencia de una “disposición deportiva” en el estudio para practicar bien el ejercicio conjunto de fe y razón. El curriculum de los estudios de una carrera universitaria para conseguir los distintos grados académicos, recuerda un poco los prolongados entrenamientos de los atletas para lograr el éxito en sus competiciones deportivas. La comparación con el deporte no es una novedad de estos últimos años, sino que procede de hace mucho tiempo. Ya la mencionaba el mismo San Pablo: «Así pues, yo corro no como a la ventura, lucho no como quien golpea al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a otros, sea yo reprobado» (1 Cor 9, 26-27).

Como nos exhortaba a tener presente, hace veinte años, nuestro primer Gran Canciller, el amadísimo Mons. Álvaro del Portillo, en la homilía pronunciada en una Misa para la inauguración de un curso académico: «Queridísimos, el periodo de los estudios es un periodo de claridad intelectual, pero es también una época para crecer en la vida de fe. Sería un resultado muy triste si la formación intelectual produjera un deterioro en la vida de piedad y en el celo apostólico»[8].

La Universidad puede progresar precisamente porque el empeño de todos es perseverante. La fe tiene un papel considerable también en las tareas administrativas y técnicas. ¿Cuál es este papel? Nos pueden dar luz en este asunto otras palabras de San Josemaría, contenidas en una homilía sobre el trabajo: «Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar así nuestras obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces»[9].

En esta perspectiva entendemos bien también sus afirmaciones siguientes: «El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1 Cor 10, 31)»[10].

Si procuramos de verdad que nuestra fe y nuestro entendimiento procedan unidos, actuaremos con la unidad de vida que es propia de los hijos de Dios, tanto en los días más serenos, como en los agitados, cuando parece que todo sale torcido. Quien se halla convencido de ser siempre guiado por la mano amorosa de su Padre que está en los cielos, y que, al mismo tiempo, está muy cercano a cada uno de nosotros, sabe sonreír y difundir a su alrededor una atmósfera de paz, que hace que el trabajo de todos se vuelva agradable, aunque sea objetivamente arduo y cansado.

Que levantemos con frecuencia una mirada llena de amor a las imágenes de la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, tan numerosas en este palacio. Nos resultará todavía más fácil difundir a nuestro alrededor la paz y la alegría que todos desean.

Con este deseo para todos, declaro abierto el año académico 2010-2011.

[1] Benedicto XVI, Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma “La Sapienza”, 16-I-2008.

[2] Benedicto XVI, Discurso para el Congreso internacional en el 10º aniversario de la Encíclica Fides et ratio, 16-X-2008.

[3] Ibid.

[4] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 43/3.

[5] San Josemaría, Homilía Amar el mundo apasionadamente, 8-X-1967.

[6] Benedicto XVI, Discurso, 18-IX-2010.

[7] Camino, n. 277.

[8] Álvaro del Portillo, Homilía, 23-X-1989, en “Romana”, 9 (1989), 246.

[9] Amigos de Dios, n. 57.

[10] Es Cristo que pasa, n. 48.

Romana, n. 51, Julio-Diciembre 2010, p. 355-359.

Enviar a un amigo