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En el 50º aniversario de la erección del Estudio General de Navarra en Universidad y de la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra, Pamplona, España (23-X-2010)

Estamos asistiendo, en el Campus de la Universidad de Navarra y en circunstancias semejantes a las de hace 50 años, al acontecimiento supremo de la Historia de la humanidad: el Sacrificio de Cristo, que se hace presente de modo sacramental en la Eucaristía: lo ofrecemos a la Trinidad Santísima, en acción de gracias, con ocasión del quincuagésimo aniversario de la constitución de la Asociación de Amigos y de la creación del Estudio General de Navarra en Universidad. Pasmémonos ante este Santísimo Misterio de la Misa, por el que el Señor ha querido acercarse del modo más íntimo a nosotros, ofreciéndonos la posibilidad de participar en su misma Vida, con vistas a gozar de la plenitud de esa intimidad, ya para siempre, cuando acudamos a su encuentro definitivo.

El marco externo de esta celebración es el mismo en el que San Josemaría, Fundador del Opus Dei y primer Gran Canciller de esta Universidad, celebró la Santa Eucaristía, en 1967. No me detendré en los detalles externos de entonces, que —comentados en aquella homilía— tanto ayudaron a los que nos encontrábamos presentes, pero sí me serviré del texto que, de pie junto al altar, pronunció este santo sacerdote.

El eco de sus palabras sigue resonando en muchísimas almas: han servido y sirven para que innumerables cristianos se hayan tomado más en serio su respuesta al Amor de la Trinidad, conscientes de que nuestra existencia ha de girar, en unidad de vida, alrededor del Sacrificio de Jesucristo, en el que el Amor infinito de Dios se derrama sobre la humanidad.

San Josemaría nos hizo considerar nuevamente —pues su predicación empezó en 1928— que la vida cristiana, la de cada jornada, tiene que desarrollarse, en las circunstancias más diversas, con referencia a la Eucaristía. Nos mostró que, si queremos —porque la gracia de Dios nunca nos falta—, el misterio eucarístico informa y alienta el verdadero curso de nuestro caminar cotidiano.

Precisó entonces, con agradecimiento y convicción, que «el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor (...) anuda en sí todos los Misterios del Cristianismo»[1]. Es decir, nos remachaba que no sólo se dirigen a nosotros esos dones, sino que entramos de lleno en los misterios de Dios, para engrandecer toda nuestra vida, con un encuentro en el que la plenitud de Dios se nos entrega, tanto en lo extraordinario como en lo corriente, en el mismo desenvolverse de la vida ordinaria.

Llenémonos de gozo y de sentido de responsabilidad, porque es muy cierto que Deus nobiscum, Dios está con cada uno de nosotros; y que es Deus ad salvandum, un Dios para salvarnos. En cuanto acaece, podemos descubrir la riqueza del Amor del Señor por sus criaturas. Por eso, San Josemaría nos insistió en que la posibilidad de elevar al orden sobrenatural hasta lo más material, nos queda patente porque Dios ha querido utilizar el pan y el vino, fruto de la tierra y de la mano del hombre, para que se transformen en el Cuerpo y la Sangre del mismo Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, pues ha tomado nuestra naturaleza, con todas sus características, excepto el pecado, para llevar a cabo nuestra salvación.

El primer Gran Canciller de la Universidad nos animó —lo hace ahora desde el Cielo— a que, como consecuencia de una profunda vida eucarística, esencialmente eucarística, y conociendo que el mismo Dios hecho hombre ha decidido recorrer nuestros caminos, sepamos descubrir el quid divinum que se encierra en todas las circunstancias y ocupaciones, hasta las que parecen más materiales. Seremos más plenamente hombres, más plenamente mujeres en la medida que queramos y permitamos que el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos alimenten y nos embriaguen de modo que la nuestra sea una continuación de su Vida: ¡podemos conseguirlo siempre, si le miramos más, si le tratamos más, si le amamos más!

Tengamos muy presente que, como nos invitó San Josemaría, hemos de atenernos «sobriamente, a la realidad más material e inmediata que es donde está el Señor»[2], es decir, a nuestro vivir diario. Este santo sacerdote que, a lo largo de su caminar terreno, no cesó de querer ver con los ojos de Cristo, Domine, ut videam; y de actuar en Cristo y por Cristo, Domine, ut sit; nos exhorta a dar trascendencia divina a nuestra jornada cotidiana. Y, precisamente por esto, no se cansó de aconsejar y repetir que quienes nos sabemos hijos de Dios, hemos de “hacer del día una Misa”, ya que este gran Misterio, el mismo Santo Sacrificio del Calvario, ha atado definitivamente el Cielo y la tierra. Sí, queridos hermanos y hermanas, cuando miramos con Cristo, cuando actuamos en Cristo y por Cristo, cuando vivimos la Misa nos ofrecemos con Él a Dios Padre, por el Espíritu Santo «uniéndonos a sus intenciones, en nombre también de todas las criaturas»[3].

Remueve hondamente la certeza de que, a pesar de nuestra pequeñez, de la propia debilidad personal, nuestra existencia adquiere una gran dimensión, si la gastamos con Jesucristo. Dios, mediante la Eucaristía, nos hace Iglesia, Cuerpo del mismo Señor, y nos coloca en su barca para que naveguemos coherentemente por todas las aguas de la sociedad, anunciando que Dios llama a todos a la santidad. El caminar de cada uno en este mundo nuestro —que Dios ama apasionadamente, hasta entregarnos a su Hijo— está enlazado con la Eucaristía, ya que la fuerza que dimana del Cuerpo y de la Sangre de Jesús nos capacita para hacer divinos todos los caminos de la tierra, dando realidad a aquellas palabras de San Josemaría: «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de trascendencia de Dios»[4]. Si nos decidimos a emprender esta senda, a veces estrecha y dura, sabremos acoger con alegría —quizá sorbiéndonos las lágrimas— el peso del dolor, cuando lleguen la enfermedad, las secuelas de la pobreza, de la incomprensión, hasta de los buenos, porque descubriremos, no un determinismo despiadado, sino la mano amorosa de nuestro Padre del Cielo, que nos bendice con la exigencia amable de la Cruz.

La eficacia infinita de la Santa Cruz nos viene comunicada por el Señor, de modo especial en el Sacramento de la Eucaristía, «la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida»[5]. La santificación de cada momento —respuesta a la confianza de Dios, que nos entrega cinco, dos talentos— es siempre servicio al Reino de Cristo del que la Iglesia —gobernada por el Papa y los Obispos en comunión con él— es «germen y principio»[6], y de la que nosotros somos parte. Por eso, este sacerdote, siervo bueno y fiel, nos repitió con gran constancia y fortaleza: todos, cada una, cada uno, somos —es— Iglesia y tenemos que hacer la Iglesia, descubriendo que el trabajo, la vida en familia, el reposo, todo es «medio y ocasión de nuestro encuentro con Cristo»[7].

En esta pelea santa de secundar el querer de Dios, ya desde que era muy joven, San Josemaría fomentó en su alma —y lo aconsejaba a los demás— el recurso al Paráclito, que guarda una estrecha relación con la Cruz y, por tanto, con la Eucaristía. Lo expresaba con palabras sencillas y profundas, al considerar que «el Espíritu Santo es fruto de la Cruz»[8] y que, después de la recepción de la Sagrada Comunión, «cuando desaparecen las especies, queda el Espíritu Santo». Esta presencia íntima de Dios en nosotros nos ha de impulsar a tomarnos más en serio la santificación de cada jornada.

Es verdad: la tarea es ardua, exige esfuerzo constante. Pero os repetiré a cada uno con San Josemaría: apoyado en la gracia, ¡tú puedes! Así nos exhortaba, porque siempre palpitó en su corazón una realidad maravillosa: cada hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y llamado a participar de la intimidad divina como hijo de Dios Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo. Al disponerlo así, nos confía el encargo de colaborar con Él en la salvación de este mundo. También llegaba a esta conclusión al ser consciente —en su profunda humildad— de que tenía que hacer el Opus Dei, cuando no contaba con ningún medio humano, sólo con su juventud y, sobre todo, con la gracia de Dios. Desde esta perspectiva, bien convencido de su poquedad, no cesaba de repetirnos que todos podemos ser capaces de regenerar el mundo, de convertir la tierra, la humanidad, si cumplimos a fondo nuestro deber.

Me da alegría aludir a otra afirmación de San Josemaría, que predicó repetidamente, con valentía y claridad, para que nadie se sienta excluido de este deber. Aseguró sin temor a equivocarse, rompiendo esquemas de los tiempos en los que comenzó la Obra, que el matrimonio es camino vocacional. Y en la homilía que hoy recordamos insistió: «El amor que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a Nuestro Dios»[9]. Y salta a la vista —como puntualizó en otra ocasión— que, para santificar el camino matrimonial, no es suficiente el amor humano; se precisan las virtudes teologales.

Al dirigirme ahora expresamente a los Amigos de la Universidad de Navarra, recojo otras palabras de ese encuentro en este Campus, que conmemoramos: «Sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración, vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal; atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser sostenida por el pueblo»[10].

Os agradezco de todo corazón vuestra ayuda a la Universidad de Navarra, y bendigo vuestros esfuerzos para que sean más eficaces cada día. Os recuerdo, a la vez, que vuestras actividades, en cada jornada, han de perseguir muy especialmente la santidad, también la de las personas con que os relacionáis. Para revelaros la grandeza de vuestra tarea, y confirmaros en la importancia de vuestro cometido, mencionaré unas palabras que escuché frecuentemente de los labios de San Josemaría desde que le conocí en 1948, y que también pronunció aquí: «La vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa ordinaria. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones cuando vivís santamente la vida ordinaria»[11].

Por eso, un cristiano, un hombre de Cristo, un hombre de Eucaristía, no se conforma con trabajar bien, con rectitud: también se comportan así millones de personas que no tratan o no conocen a Dios. La vida profesional y familiar de las mujeres y de los varones que se saben injertados en Cristo por el Bautismo, y que se alimentan de la Eucaristía, buscan convertir su ocupación en instrumento de santificación, de amor y de servicio al Cielo y a la tierra. Nos lo subraya la oración colecta, dirigida a Dios Padre, que hemos rezado, acudiendo a la intercesión y al ejemplo de San Josemaría: que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con amor ardiente a la obra de la Redención.

Poco después, en la lectura del Evangelio, hemos escuchado el relato de la primera pesca milagrosa. Una escena repetidamente meditada por el Fundador del Opus Dei. Descubría ahí cómo desea el Maestro contar con los hombres de todos los tiempos que ansían seguirle.

Se detiene San Lucas, como hemos escuchado, en un detalle aparentemente marginal. Los pescadores, luego discípulos, están lavando y remendando las redes, tras una noche de pesca en vacío. Redes que simbolizan el trabajo profesional, familiar, con el que se sirve y se construye la sociedad. Pero, obedeciendo a Cristo con lealtad, escuchándole en el desempeño de las diferentes labores, las redes se convierten en instrumento para llevar las almas a Dios, a los sacramentos.

Santifiquemos el trabajo, acabándolo bien, sabiendo que, desde la vida pública, desde la cátedra, desde el quirófano, desde las labores manuales, desde el hogar llegaremos muy lejos, dando cumplimiento a la indicación de Jesús: duc in altum!, llevad hasta los confines de la tierra la red de salvación. Como a los primeros cristianos, no debe frenarnos el ambiente, el secularismo, el materialismo práctico, aunque nos resulten ámbitos enrarecidos, agresivos y hasta hostiles. Llenos de optimismo, ya que poseemos la Verdad de Cristo, la única, meditemos la consideración que nos ofrece San Josemaría: «Todos los mares de este mundo son nuestros, y allí donde la pesca es más difícil es también más necesaria»[12].

Al encontrar a Cristo a lo largo de la jornada, al tratarle en medio de los afanes de nuestros hermanos los hombres, ejercitémonos en la fe. Fe en el amor de Dios por nosotros; fe en su Providencia; fe en la fuerza de su mensaje; fe en que nos ha prometido que permanecerá con nosotros hasta el final de los tiempos; fe «finalmente —como apostillaba el primer Gran Canciller de esta Universidad— para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias ni palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada»[13].

Antes de concluir, quiero agradecer de todo corazón la presencia de todas las Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades. Mi gratitud va también al queridísimo pueblo navarro y a sus dignos representantes, consciente del apoyo material y moral ofrecido a la Universidad desde la misma constitución del Estudio General, en 1952, elevado por la Santa Sede a rango de Universidad, hace 50 años. Pienso igualmente que esta noble región, tan rica en historia y en tradiciones de servicio a la Iglesia y a la sociedad civil, reconoce con gratitud cuanto esta Universidad ha hecho y hace por Navarra, como dejó patente la Comunidad Foral al conceder su Medalla de Oro a la Universidad, años atrás. Gracias a la formación que esta Alma Mater ofrece a estudiantes de muchos países, y a su reconocido prestigio internacional en campos tan importantes como la Medicina, las Letras, el Derecho, las Ciencias empresariales o la Ingeniería industrial y las Facultades eclesiásticas, por citar sólo algunas de sus áreas, el nombre de Navarra es cada vez más conocido y apreciado en España y fuera de sus fronteras, en naciones de los cinco continentes.

Siento el grato deber de agradecer, por justicia y afecto sincero, el apoyo que, desde el primer momento, demostró la Conferencia Episcopal española a esta Universidad; mi reconocimiento más hondo se dirige también al Excelentísimo Arzobispo de Pamplona, don Francisco Pérez González, y a sus inmediatos predecesores, con un entrañable recuerdo a don Enrique Delgado y Gómez.

Al recordar también el amor con que San Josemaría mandó esculpir la imagen de nuestra Señora del Amor Hermoso, para regalarla a esta Universidad de Navarra, después de haber sido bendecida por el Siervo de Dios, Su Santidad el Papa Pablo VI, quiero dejar en las manos de la Madre de Jesucristo y Madre nuestra, vuestros trabajos, vuestras intenciones, vuestras alegrías y vuestras penas. Desde que pasó este propósito de preparar la estatua por la mente de nuestro primer Gran Canciller, no cesó de comentar que abrigaba el deseo de que, custodiados por las manos de Santa María, que habían cuidado del mismo Dios hecho Hombre, nacieran y se robustecieran los amores nobles de quienes trabajan y estudian en esta Universidad, y de los habitantes de toda la Comunidad Foral: que Ella, Santa María, fomente en nosotros un amor hermoso, es decir, una conducta limpia, generosa, recta, que nos capacite para amar a la Trinidad Santísima, y para amar y servir a todas las personas, en el matrimonio o en el celibato apostólico, según el camino concreto con el que Dios nos ha bendecido a cada uno. Así sea.

[1] San Josemaría, Homilía Amar al mundo apasionadamente, 8-X-1967, en Conversaciones, n. 113.

[2] San Josemaría, op. cit., n. 116.

[3] Fórmula de la consagración al Amor Misericordioso.

[4] San Josemaría, op. cit., n. 116.

[5] San Josemaría, op. cit., n. 113.

[6] Concilio Vaticano II. Const. dogm. Lumen gentium, n. 5.

[7] cfr. San Josemaría, op. cit., n. 114.

[8] San Josemaría, Forja, n. 759.

[9] San Josemaría, op. cit., n. 121.

[10] San Josemaría, op. cit., n. 120.

[11] San Josemaría, op. cit., n. 116.

[12] San Josemaría, Forja, n. 979.

[13] San Josemaría, op. cit., n. 123.

Romana, n. 51, Julio-Diciembre 2010, p. 346-352.

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