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En la intitulación de una iglesia a San Josemaría. Torun, Polonia (27-VIII-2010)

Queridos hermanas y hermanos:

Repetidas veces el Siervo de Dios Juan Pablo II, e igualmente Benedicto XVI, han manifestado que el Señor se dirige a nosotros también a través de los santos, pues con sus vidas nos hablan de la perfección cristiana a la que todos estamos convocados. Por eso, queremos ser más conscientes de que podemos y debemos vivir la exhortación del Salmo: Laudate Dominum omnes gentes. Esta exclamación de alabanza y agradecimiento a Dios se levanta hoy desde nuestros corazones al participar en esta ceremonia en Torun. Confieso que no me resulta fácil manifestar todo el gozo de mi alma al celebrar el Santo Sacrificio en este templo.

Se va mi acción de gracias a la Trinidad Santísima, en la que está muy enlazada mi gratitud a vuestro Obispo, mi querido hermano Mons. Suski, que me ha invitado a esta solemne ceremonia. A todos nos llena de alegría considerar que desde esta iglesia, que hoy se intitula a San Josemaría, se elevará al Cielo cotidianamente, con la intercesión de San Josemaría, la plegaria de los fieles de esta querida diócesis.

Es difícil llegar a expresar en palabras la estrecha unión de este santo con vuestra patria, Polonia, y en consecuencia con los polacos. Rezó año tras año con fe y perseverancia por vosotros, ya desde los años treinta del siglo pasado. Aunque no pudo ver en la tierra el comienzo de la labor de la Prelatura en Polonia, deseaba ardientemente que llegara ese momento, que se cumplió en el tiempo de mi querido predecesor y primer sucesor de San Josemaría al frente del Opus Dei. Recuerdo que ya en los comienzos de la Obra de Dios volvió sus ojos a este país, con el afán de que el camino que Dios había puesto en su alma, que entonces era un sueño, cobrara realidad. Por eso, puedo aseguraros que ya entonces rezó por vosotros, y ahora desde el Cielo intercede ante el Señor por vuestras familias y por cada uno.

Me parece oportuno recordar brevemente algunos aspectos fundamentales del mensaje de San Josemaría, al hilo de la liturgia de la Palabra de la Misa propia del santo.

1. El Libro del Génesis relata cómo nuestros primeros padres fueron puestos en el paraíso ut operaretur (cfr. Gn 2,15), para que colaboraran en el desarrollo de la obra creadora. Tomando pie de estas palabras, San Josemaría predicó incansablemente sobre el valor santificador del trabajo, mediante el cual el hombre coopera en la tarea de la creación. Con el esfuerzo cotidiano por realizar santamente, cristianamente, las tareas de cada día, somos capaces de dar gloria a Dios, porque, en la labor diaria, encontramos -como afirmaba el Fundador del Opus Dei-, ese algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir, pues el Señor no deja de mirarnos y de hablarnos con continuidad.

Los cristianos podemos realizar nuestro trabajo con orgullo santo, con la alegría de servir al Señor y a los demás en medio del mundo: Dios nos espera cada día entre los libros, las herramientas, ante el ordenador, en el hogar, en la cocina, y también en el descanso. Si le buscamos en nuestra labor cotidiana, arderá en nosotros el afán de llevarle a las personas que tratamos, de ser mujeres y hombres apostólicos allí donde nos encontremos.

Recordaba frecuentemente San Josemaría que, para amar a Dios con todo el corazón y con todas nuestras fuerzas, no hemos de pensar en situaciones extraordinarias, o en tareas que sean inalcanzables para un cristiano. El Siervo de Dios Juan Pablo II, a quien tanto debemos en todo el mundo, se refirió a San Josemaría como el “santo de lo ordinario”. Nos recordaba así que el Señor nos pide una lucha alegre, generosa, para realizar el pequeño deber de cada momento con la mayor perfección posible, afrontando los distintos quehaceres con la paz de los hijos de Dios, que siempre nos tiende la mano para que nos santifiquemos, santifiquemos a los demás, y santifiquemos el trabajo.

2. En efecto, como leemos en la Carta a los Romanos, los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de adopción, en el que clamamos: “Abbá, Padre!” (Rm 8, 15). «¡Hijos de Dios! —exclamaba San Josemaría con santo orgullo— portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras». La certeza de la filiación divina nos pone al alcance de la mano la seguridad del Cielo, porque tenemos un Padre que nos ama con locura, y que perseverantemente nos espera.

No se nos ocultan los obstáculos que hoy presenta el ambiente en que vivimos. Tampoco faltan a diario dificultades y sufrimientos —grandes o pequeños— para sacar adelante nuestras familias, nuestros deberes profesionales y cívicos. Pero Dios, Padre Bueno, concede a sus hijos todo lo que necesitan para ser felices y fieles en la tierra, pase lo que pase. En cada jornada -en la familia y en el lugar de trabajo, entre nuestros amigos-, con la alegría y la serenidad de quien se sabe constantemente mirado y protegido por su Padre Dios, hemos de transmitir a los demás el mensaje de que a todos nos ha llamado el Señor a la santidad personal, y llevaremos esa alegría a los hombres, a las mujeres, con la sonrisa, la palabra afectuosa, la paciencia ante los contratiempos, con el ejemplo de una conducta coherentemente cristiana.

3. San Josemaría hablaba mucho de la cercanía de Dios con las almas y de la cercanía de las almas con Dios: una certeza que nos hará sentir la necesidad de ayudar a muchas otras personas a que descubran el tesoro de la filiación divina. En el pasaje de la pesca milagrosa, uno de los textos evangélicos más comentados por San Josemaría, Jesús nos invita al apostolado. Duc in altum!, guiad mar adentro.

Todos hemos de sentir la responsabilidad de responder a la llamada evangelizadora de Cristo y de su Iglesia, de hablar —porque lo vivamos— de los sacramentos, de la grandeza del matrimonio y de la familia. Cada uno lo llevará a cabo de manera distinta, en el propio ambiente: como en la barca del Apóstol Pedro, unos con los remos, otros en las redes, o realizando distintas tareas en la embarcación, y todos ayudándonos con la oración y la mortificación. El Señor es el Patrón de la Iglesia santa, de esta nave que surca los mares de la historia desde hace más de veinte siglos, y es otra razón que nos llena de esperanza y de optimismo, y de responsabilidad, porque cada uno de nosotros es Iglesia. Es buena esta ocasión para preguntarnos qué más puedo hacer para empujar la Barca de la Iglesia mar adentro y lograr una pesca abundante. Dios quiere contar con cada uno de vosotros para extender la llama de su amor en esta querida Polonia y en toda la tierra. Seamos valientes, para —insisto— dar testimonio del amor de Dios con nuestra vida cotidiana y nuestra palabra.

La imagen de la barca, me ofrece la ocasión de recordar también que todos los cristianos debemos rezar a diario por el Vicario de Cristo en la tierra, el Santo Padre Benedicto XVI. Hagámoslo en este momento, en la Santa Misa, y frecuentemente en la jornada, y alimentemos la decisión de no dejarle solo, ofreciéndole la compañía de nuestra oración y cariño.

Antes de concluir, os ruego que recéis por vuestros obispos y vuestros sacerdotes, para que sean santos, muy santos, y para que promuevan sin cansancio la búsqueda de seminaristas en este país que el Señor ha bendecido —como hace siempre— con la Cruz y con la certeza de la fe. Ponemos estos deseos en las manos de Nuestra Madre, la Virgen de Czestochova, que nos acompaña sin tregua con sus cuidados maternales en el camino de la santidad, en el camino a la intimidad con Jesucristo.

Romana, n. 51, Julio-Diciembre 2010, p. 337-339.

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