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En la ordenación sacerdotal de fieles de la prelatura

Santuario de Torreciudad, España (5-IX-2010)

Queridísimos hermanas y hermanos, queridísimos ordenandos:

1. Hemos cantado Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam![1], dando gracias al Señor por ser Él quien es. Y es importante que salga de nuestra alma este grito con frecuencia, porque, además, Dios quiere conversar con cada una y con cada uno. Su infinitud y su perfección se traducen también en cercanía con las pobres criaturas que somos todos nosotros. Hoy, con esta ceremonia, nos dice que nos habla a través de sus ministros y, concretamente, de estos dos nuevos sacerdotes que serán dispensadores de la gracia, como los demás ministros sagrados, por medio de los sacramentos y de la predicación de la Palabra de Dios.

Hace poco más de dos meses ha concluido el Año Sacerdotal convocado por Benedicto XVI para que todos sintamos la responsabilidad de pedir, diariamente, por la santidad de los sacerdotes y para que aumente el número de vocaciones sacerdotales en el mundo entero, de forma que acudan a los seminarios muchos hombres decididos a ser fieles ministros del Señor. También hemos de aprovechar esta ceremonia, y nuestra vida entera, para pedir que los católicos, hombres y mujeres, sintamos esa alma sacerdotal que el Señor nos ha otorgado, porque a a cada una, a cada uno, la Trinidad Santísima ha confiado su Iglesia.

Ser Iglesia, que eso somos, nos debe llevar a tomar conciencia de que hemos sido convocados a continuar en el tiempo la misión que Dios Padre confió a Jesucristo: obtenernos la salvación, la liberación de nuestros pecados. Hay unas palabras en la carta a los Hebreos, tomadas de un Salmo, que el escritor sagrado pone en boca de Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que tomó nuestra carne con las limitaciones propias de la naturaleza humana excepto el pecado. Dice ese texto: corpus autem aptasti mihi (...), ut faciam, Deus, voluntatem tuam[2]. Estas palabras se pueden aplicar a todos. ¿Cómo no sentir la alegría y la responsabilidad de la confianza divina, que se apoya en cada una y en cada uno de nosotros para continuar en el tiempo la misión de Jesucristo? Por lo tanto, no caben excusas. No cabe decir: es que yo soy débil, es que no tengo condiciones, es que me falta garra y gancho para el apostolado... No, Dios espera de nosotros una lealtad y una coherencia de vida que nos lleve a identificarnos con ese Cristo que San Josemaría llamaba con confianza “Cristo nuestro”, “Jesús mío”. Que nos lleve a identificarnos con Él para que, a través de nuestra vida, muchas personas le conozcan y le traten. De todos nosotros, los católicos, espera el Señor lealtad. De todos espera que no le dejemos solo.

Aquí entra la conjunción entre la lógica divina, que no se entiende más que por el infinito amor y misericordia de Dios, y la respuesta humana. Lo hemos escuchado en las lecturas, cuando el Apóstol se dirige a los ministros, pero también a los demás fieles, porque todos somos continuadores de la misión de Cristo. Nos invita a sembrar en el mundo entero la semilla de la paz y de la alegría, de la reconciliación con Dios, que Nuestro Señor Jesucristo ha traído a la tierra.

San Pablo nos dice, con la fuerza del hombre enamorado de Cristo, como debemos ser todos, que la caridad de Cristo nos urge[3]. El amor de Jesucristo, sus ansias de salvación, han de ser para nosotros una comezón diaria que nos lleve a rezar y a movernos para que a nuestro alrededor se conozca más al Salvador.

Podemos vivir la jornada de hoy, y todas las jornadas, con el convencimiento de que estamos en condiciones de realizar nuestro quehacer, ¡todo nuestro quehacer!, con alma sacerdotal, que —como explicaba una y otra vez San Josemaría— se traduce en ansias de tratar más y más a Jesucristo, de amar más y más a todas las almas, con una fidelidad y una lealtad a la fe que nada haga desfallecer[4]. Un programa que todos estamos en condición de cumplir.

2. Nos encontramos en el Santuario de Torreciudad, dedicado a Nuestra Señora de los Ángeles, a la Madre de Dios y Madre nuestra —Mujer eucarística, gran Corredentora—, y acudimos a Ella para que nos enseñe a vivir esa paradoja de que, siendo poca cosa, sin embargo podemos y debemos ser otros Cristos, el mismo Cristo. Por eso os pregunto y me pregunto, con aquella incisiva demanda de San Josemaría: «¿cunde a tu alrededor la vida cristiana?»[5]. ¿Dónde? En el trabajo, en las amistades y, desde luego, en vuestro hogar. Tenemos que ser vínculos de unidad con el Señor y vínculo de unidad entre nosotros, por el alma sacerdotal.

Hay unas palabras del Evangelio que nos revelan la entrega continuada que Jesucristo vivió y que nos pide a los que hemos sido llamados a la fe católica. El Señor, hablando con sus discípulos, a los que quiere con locura como nos ama a nosotros, dice dirigiéndose a su Padre Dios: pro eis sanctifico meipsum[6]. Me santifico por todos... Esto nos trae a la cabeza la idea clara de que la gente que pase a nuestro lado debe llevarse —como exhortaba el Fundador del Opus Dei— la garra de Dios en su alma, el amor de Dios. Ojalá quienes se acerquen a nosotros por cualquier circunstancia puedan exclamar: he conocido a una persona, o me ha hablado una persona, que es consciente y responsable del don que ha recibido para transmitir con su vida, con su actuación, la fe que el Señor ha depositado en su alma.

Vosotros, nuevos ministros del Señor, mirad perseverantemente al Maestro para obrar en todo como Él lo haría. No quiero silenciar unas palabras de San Josemaría que escuché meses atrás en una cinta magnetofónica. Hablaba de su labor sacerdotal y de la ayuda que quería prestar a todos con su palabra, con su caridad, con su cariño humano y sobrenatural. En una ocasión tuvo que tratar a una persona que había experimentado la soledad de la indiferencia. Esa persona estaba sumida en una gran tristeza. Fue nuestro Padre tras él, con la solicitud del buen Pastor, y provocó que abriese el alma. San Josemaría comentaba luego —y es lo que me llamó más la atención, aunque se comportaba siempre de este modo— que, al tocar la dureza de la situación de aquella persona, se esforzó en tratarle “como Cristo lo habría hecho”.

Hijos míos, nuevos sacerdotes y todos. Procuremos de verdad tratar a la gente con el sentido claro de que el Señor se sirve de nosotros para que ellos encuentren la alegría de la fe, la alegría del Dios que nunca nos abandona. Mientras los hombres, las mujeres, podemos dejar a las personas aisladas, Dios siempre está con nosotros, siempre es nuestro Dios, nuestro Amor, nuestro punto de referencia.

Hijos queridísimos, nuevos sacerdotes, no ceséis de considerar que, al recibir el Espíritu Santo por la imposición de las manos del Obispo, la Trinidad Santísima os conforma sacramentalmente a Cristo. Es para vosotros, para todos los sacerdotes, una gran alegría y una gran responsabilidad. Todos —también los fieles, las mujeres y los hombres con su alma sacerdotal, como decía San Josemaría— hemos de pelear cotidianamente para no defraudar a Dios, para no defraudar a la Iglesia, para no defraudar a las almas, para no defraudar a tantas personas que, sin saberlo o sabiéndolo, van buscando la verdad que falta en sus vidas.

Que cuidéis cada día el ejercicio de vuestro ministerio, sobre todo en tres momentos: la Santa Misa, la administración del sacramento del perdón, la predicación. Pensemos todos, especialmente los sacerdotes, que en la Santa Misa llevamos y nos acompaña toda la Iglesia, y que la Misa debe ser para todos el centro y la raíz de nuestra vida. Celebrad con piedad. Si siempre hemos de comportarnos como ministros de Dios, me atrevo a decir que en la Misa somos más de Dios. También los fieles laicos, al participar en el Santo Sacrificio, son más de Dios. Vivamos esos tiempos con el recogimiento debido, exterior e interior. Recuerdo cómo San Josemaría tomaba unas palabras dirigidas por un Obispo santo a los sacerdotes: «¡tratádmelo bien, tratádmelo bien!»[7]. Nuestro Padre las recogió para predicarlas y, fundamentalmente, para mostrarlas con su vida. Pues os pido, por favor, en el nombre de Dios, con la fuerza de ese sacerdote santo, San Josemaría, que tratéis lo mejor posible a nuestro Dios. Que escuchéis en el fondo del alma ese grito: «¡tratádmelo bien, tratádmelo bien!».

3. Después, sacerdotes —que sois dispensadores del perdón de Dios—, sed pregoneros —mediante la administración del sacramento de la Penitencia— de que el Señor quiere perdonarnos siempre; no se asusta de nuestras miserias, sino que nos recibe como el padre del hijo pródigo para abrazarnos y, como decía nuestro Padre traduciendo un poco libremente el Evangelio, para “comernos a besos”[8]. Queramos vivir permanentemente en su amistad. En el confesonario os espera Cristo, en el confesonario os esperan las almas. Para que todos, también los sacerdotes, recibamos ese sacramento que nos pone a bien con Dios y que San Josemaría, precisamente por la amistad que trae al alma el perdón de los pecados, llamaba “el sacramento de la alegría”.

Terminamos rezando nuevamente por los sacerdotes. Quiero leeros unas palabras de Benedicto XVI, porque debemos pedir por los sacerdotes del mundo entero. Decía el Papa actualmente reinante, a quien tenemos que encomendar con todo el corazón de hijos: «El sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar, en nombre de Dios, la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia también sobre las ofrendas del pan y del vino las palabras de acción de gracias de Cristo que son palabras de transustanciación, palabras que hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre. Son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él»[9]. Luego subrayaba el Papa: «Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos, que aun conociendo nuestras debilidades considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra “sacerdocio”»[10].

Hijos míos sacerdotes, sed conscientes de esta confianza de Dios, que quiere contar con nosotros. Y vosotros, mujeres y hombres, sed también conscientes de la confianza divina, que desea servirse de vuestras vidas para que las personas se acerquen al Señor.

Me dirijo ahora a las familias de los dos ordenandos. ¡Cuántas cosas os diría San Josemaría si estuviese físicamente entre nosotros! Os las repite desde el Cielo. Os daría las gracias porque habéis colaborado en la formación y habéis creado un ambiente donde ha podido surgir la vocación sacerdotal de vuestros hijos o de vuestros hermanos. Pero os diría también que pidieseis por todas las familias que tienen algún miembro que ha sentido la llamada de Dios y la ven como una especie de obstáculo. Rezad por esas familias para que acojan esta muestra de confianza de Dios y tengan la gran alegría —como la tenéis vosotros, padres y hermanos de los nuevos sacerdotes— de que el Señor se ha dignado elegir a uno de vuestra familia para que, siendo su ministro, lleve la paz de Dios a todo el mundo.

Nuevamente acudimos a Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad. Aquí, en esta nave, estuvo sentado San Josemaría mirando embelesado su imagen. Nos unimos a su oración de entonces y de toda su vida, para pedir a la Madre de la Iglesia que cuide del Papa, de los Obispos y de los sacerdotes, que cuide de todos los fieles, que cuide de la humanidad entera, para que todos queramos ser mujeres y hombres leales a Dios. Así sea.

[1] Misal Romano, Himno Gloria in excelsis Deo.

[2] Hb 10, 5.7.

[3] 2 Cor 5, 14.

[4] Cfr. Camino, n. 934.

[5] Forja, n. 856.

[6] Jn 17, 19.

[7] Camino, n. 531.

[8] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 64.

[9] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de clausura del Año sacerdotal, 11-VI-2010.

[10] Ibid.

Romana, n. 51, Julio-Diciembre 2010, p. 339-344.

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