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Carta de enero de 2011

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Desde la noche de Navidad, y repetidamente a lo largo de las jornadas siguientes, la liturgia pone en nuestros labios las palabras de un Salmo: cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, la tierra entera. Cantad al Señor, bendecid su Nombre; anunciad, día tras día, su salvación. Proclamad su gloria a las naciones, sus maravillas a todos los pueblos[1].

Esta reiterada invitación a la alegría tiene un motivo claro: el nacimiento del Hijo de Dios, que se ha hecho hombre sin dejar de ser Dios, para alcanzarnos la verdadera libertad. «Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que —por obra del Espíritu Santo— tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Gal4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20)»[2].

El Redentor nos ha traído, además de otros bienes innumerables, el gran don de la libertad, para poder servir a Dios por amor, movidos interiormente por el Espíritu Santo, que nos ha hecho «hijos en el Hijo»[3] Por nuestra incorporación al Cuerpo místico de Cristo, se ha arrojado lejos de nosotros el temor que nos sujetaba a esclavitud. Como recuerda San Pablo: fuisteis llamados a la libertad (...). Para esta libertad Cristo nos ha liberado. Manteneos, por eso, firmes, y no os dejéis sujetar de nuevo bajo el yugo de la servidumbre[4].

San Josemaría, comentando unas palabras del Evangelio —veritas liberabit vos[5], la verdad os hará libres—, escribía: «¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas»[6]. Recojo tantas consideraciones de nuestro Padre porque son como monedas de oro que el Señor pone en nuestras manos; saquemos todo el sentido que les daba quien sólo buscaba fomentar el seguimiento de Jesucristo y el servicio a la Iglesia Santa y a las almas. Sí, os vuelvo a sugerir: acudid más a este tesoro, que nos unirá hondamente al querer del Cielo.

La libertad de amar a Dios y, por Él, a todos los hombres, surge como una de las principales consecuencias de la filiación divina. Por eso hemos de defenderla, respetarla y promoverla en todos los órdenes de la existencia. Es éste el tema señalado para la Jornada Mundial de la Paz que se celebra hoy, primer día de enero. En su Mensaje, titulado La libertad religiosa, camino para la paz, Benedicto XVI dirige un vibrante llamamiento a los estadistas, a los líderes religiosos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para que promuevan y defiendan este bien grandísimo, propio de quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, que —junto con el bien de la vida— constituye el fundamento más hondo de todos los derechos de la persona. «En efecto —escribe el Papa—, la apertura a la verdad y al bien, la apertura a Dios, enraizada en la naturaleza humana, confiere a cada hombre plena dignidad, y es garantía del respeto pleno y recíproco entre las personas. Por tanto, la libertad religiosa se ha de entender no sólo como ausencia de coacción, sino antes aún como capacidad de ordenar las propias opciones según la verdad»[7].

Nos viene a la memoria la apasionada defensa del don divino de la libertad, que san Josemaría llevó a cabo durante toda su vida. Muy claramente se manifiesta en su respuesta a la pregunta de un periodista. Decía nuestro Fundador: «el Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no católicos, cristianos o no. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad»[8].

Desgraciadamente, el derecho civil a honrar y servir a Dios según el dictado de la propia conciencia, encuentra hoy grandes dificultades en muchos países. En no pocos lugares, como lamenta con dolor el Romano Pontífice, «los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe»[9]; una persecución que con frecuencia —hemos sido testigos de este hecho recientemente, una vez más— desemboca en el martirio. «En otras regiones —prosigue el Santo Padre—, se dan formas más silenciosas y sofisticadas de prejuicio y de oposición hacia los creyentes y los símbolos religiosos»[10]. Ocurre incluso en naciones de mayoría y de tradición cristiana multisecular. Ante estos abusos del poder, ningún hombre y ninguna mujer honrados deben permanecer indiferentes. «Todo esto no se puede aceptar, porque constituye una ofensa a Dios y a la dignidad humana; además es una amenaza a la seguridad y a la paz, e impide la realización de un auténtico desarrollo humano integral»[11].

No penséis que la situación actual sea inédita. Quizá en nuestros días se manifiesta con mayor extensión y con matices nuevos, también porque las comunicaciones son más fáciles y rápidas, aunque no siempre en la opinión pública se atribuye a la intolerancia religiosa el relieve que merece. Pero no supone algo nuevo en la historia, como Jesús mismo advirtió: si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí (...). No es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra[12].

Había sido anunciado en el Antiguo Testamento. Escuchemos de nuevo a san Josemaría: «recordad el salmo segundo: ¿por qué se han amotinado las naciones, y los pueblos traman cosas vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo (Sal 2, 1-2). ¿Lo veis? Nada nuevo. Se oponían a Cristo antes de que naciese; se le opusieron, mientras sus pies pacíficos recorrían los senderos de Palestina; lo persiguieron después y ahora, atacando a los miembros de su Cuerpo místico y real. ¿Por qué tanto odio, por qué este cebarse en la cándida simplicidad, por qué este universal aplastamiento de la libertad de cada conciencia?»[13]. Pregunta que se han formulado innumerables personas a lo largo de los siglos. La respuesta nos la ofrece la Sagrada Escritura, especialmente el libro del Apocalipsis, que —con un lenguaje lleno de imágenes y símbolos— describe las luchas de la Iglesia en el curso de la historia, hasta que Jesucristo venga en su gloria para tomar posesión definitiva de su reino.

«¿Que hay muchos empeñados en comportarse con injusticia?», escribía san Josemaría. «Sí, pero el Señor insiste: pídeme, te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra. Los regirás con vara de hierro y como a vaso de alfarero los romperás (Sal 2, 8-9). Son promesas fuertes, y son de Dios: no podemos disimularlas. No en vano Cristo es Redentor del mundo, y reina, soberano, a la diestra del Padre»[14]. La oración es la primera exhortación del Papa en su Mensaje: «invito a los católicos a rezar por sus hermanos en la fe, que sufren violencias e intolerancias, y a ser solidarios con ellos»[15]. Dirijámonos al Señor, cada día, con verdadera fe y confianza, con una petición sincera por todos los que sufren persecución —larvada o descubierta— a causa de sus convicciones religiosas. Os invito a actuar así, sirviéndome de aquellas palabras del Señor que estaban con frecuencia en labios de nuestro Padre, y que en la Obra recitamos cada día: ut omnes unum sint![16]; que todos sean una sola cosa, por el amor a Dios y el respeto a quienes son imagen de Dios. Así podemos colaborar en «la construcción de un mundo en el que todos puedan profesar libremente su religión o su fe, y vivir su amor a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cfr. Mt 22, 37)»[17].

Para que este anhelo de fraternidad universal no se quede en un deseo inoperante, esmerémonos en tratar con la máxima comprensión y delicadeza a los demás católicos, a cada uno, amando todos los caminos que en el seno de la Iglesia conducen a Dios. Acordémonos del pasaje del Evangelio, que narra la intolerancia de algunos Apóstoles de Jesús —aún no había descendido sobre ellos el Espíritu Santo— ante las actuaciones de quienes no se contaban entre el número de los discípulos: Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: —No se lo prohibáis, porque no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está[18]. Nuestro Padre solía comentar así este pasaje: «hijos míos, no pongáis nunca obstáculos al trabajo apostólico de quienes trabajen por Jesucristo (...). A nosotros no nos molesta nadie. Nos da mucha alegría que todos trabajen: ¡que es un mar inmenso el mundo de las almas!, ¡que vosotros améis la labor de los demás! No nos estorba nadie»[19].

Actualmente, y siempre, una tarea de importancia capital consiste en enseñar a todos —especialmente a las jóvenes generaciones— a comportarse de esta manera. Por ejemplo, ¡qué gran labor pueden realizar un padre o una madre de familia con sus hijos, en el seno del hogar, con el ejemplo y con la enseñanza oportuna! Y lo mismo en la escuela, un profesor o una profesora con criterio cristiano. Y un amigo con sus amigos, en ese apostolado de amistad y confidencia que san Josemaría enseñó a realizar. Este es un modo eficacísimo de actuar, para desterrar «el fundamentalismo religioso y el laicismo», que son —como señala el Papa— «formas especulares y extremas del rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad»[20]. Con una acción capilar y constante, aunque pueda parecer de poca importancia, se da lugar a un fenómeno como el de la piedra caída en el lago, que produce círculos cada vez más amplios, cada vez más lejos[21]. ¿Rechazas las habladurías, por desgracia tan comunes? ¿Te ejercitas en la comprensión y, cuando resulta necesario, sabes hacer la corrección fraterna? ¿Respetas y no coartas el carácter de los otros?

Además, cada uno, en uso de su legítima libertad civil, procurará influir en las costumbres sociales y en las leyes con los medios honrados que tenga a su alcance, invitando a comprometerse en esta tarea de comprensión a otras personas que, aunque no tengan fe, son gentes de buena voluntad. Porque «la libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre»[22].

Nos acercamos a un nuevo aniversario del nacimiento de nuestro Padre. En estas fechas, podemos hacerle el regalo de ser muy fieles a sus enseñanzas y de difundirlas, de modo que se extienda más y mejor el conocimiento de su figura y de sus escritos. Los que hemos vivido a su lado y le hemos tratado personalmente, podemos atestiguar la verdad de aquellas palabras que dejó escritas: «llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante»[23]. En el paso por la tierra y en las enseñanzas de este sacerdote enamorado de Dios —y, por tanto, de la libertad—, hallaremos puntos de contacto con las ansias de tantos amigos y compañeros que buscan el bien y la felicidad, y no los hallan, porque nadie les ha indicado dónde se encuentran.

Antes de terminar, deseo haceros partícipes de mi alegría por haber viajado a Bucarest, en Rumania, antes de Navidad. Las personas de la Obra que residen allí se desenvuelven gustosamente, con alegría, en medio de dificultades de espacio, del mínimo necesario de comodidad, como repetía nuestro Padre apoyándose en la doctrina de Santo Tomás de Aquino; y esa realidad lleva consigo muchos frutos de almas. Estuve sólo dos días, muy intensos, en los que pude tocar con la mano, una vez más, cómo el espíritu del Opus Dei arraiga en lugares de cultura y tradiciones diversísimas. Ayudadme a dar gracias a Dios y seguid pidiendo por la Iglesia y por el Papa, bien unidos a todas mis intenciones, ¡que son muchas!

Con todo cariño, os bendice y os desea un año 2011 lleno de frutos espirituales

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de enero de 2011.

[1] Sal 95 [96] 1-3.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 183.

[3] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.

[4] Gal 5, 13 y 1.

[5] Jn 8, 32.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 26.

[7] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011, 8-XII-2010, n. 3.

[8] San Josemaría, Conversaciones, n. 44.

[9] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011, 8-XII-2010, n. 1.

[10] Ibid.

[11] Ibid.

[12] Jn 15, 18-20.

[13] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 185.

[14] Ibid., n. 186.

[15] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011, 8-XII-2010, n. 1.

[16] Jn 17, 21.

[17] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011, 8-XII-2010, n. 1.

[18] Mc 9, 38-40.

[19] San Josemaría, Notas de una meditación, 16-IV-1954.

[20] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011, 8-XII-2010, n. 8.

[21] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 831.

[22] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011, 8-XII-2010, n. 5.

[23] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 184.

Romana, n. 52, Enero-Junio 2011, p. 98-103.

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