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En la santa Misa de acción de gracias por la beatificación de Juan Pablo II, Basílica de san Eugenio, Roma (3-V-2011)

1. Queridos hermanos y hermanas.

Una grandísima alegría reúne hoy a la Iglesia: el gozo por la beatificación del amadísimo Papa Juan Pablo II, a quien todos nosotros hemos escuchado, venerado y seguido en los largos y fructuosos años de su ministerio como Pastor Supremo. La fama de santidad de que ya gozaba en vida, que tanto ayudó a la Iglesia también con motivo de su tránsito, adquiere ahora un vigor nuevo. El reconocimiento de sus virtudes heroicas así como de una curación milagrosa atribuida a su intercesión, ha abierto el camino para su inscripción en el número de los bienaventurados, que el Papa Benedicto XVI llevó a cabo anteayer. Con toda razón hacemos nuestras las palabras del Salmo: “cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, la tierra entera (...). Proclamad su gloria a las naciones, sus maravillas a todos los pueblos”[1]. ¡Alabado sea Dios, siempre admirable en sus santos!

Cada declaración de santidad proclama la gloria de la Trinidad. Pero hay algunas, como la beatificación de Juan Pablo II, que influyen sobre millones de personas. Lo vimos cuando el Señor lo llamó a su presencia, hace seis años, y estoy convencido de que sucederá lo mismo en estas jornadas. Si invocamos con fe la intercesión del nuevo Beato en todas las necesidades, grandes o pequeñas, personales y colectivas, se derramará desde el Cielo una lluvia de gracias sobre la humanidad entera. Supliquemos a Dios, recurriendo a su intercesión, que ayude al camino de la Iglesia y de la sociedad civil, necesitadas siempre de la divina misericordia. Recemos también, llenos de esperanza y de cariño, por el Papa Benedicto XVI y los obispos, por los sacerdotes y los laicos, por las personas consagradas, por quienes están buscando al Dios que todavía no conocen. Recemos por todos nosotros, para que cada uno y cada una encuentre y ame más a Jesús, el Hijo de Dios, que se ha hecho hombre, ha muerto y ha resucitado por nuestra salvación.

2. Considerando las repercusiones que la vida y la muerte de Juan Pablo II han tenido sobre muchísimas personas, me viene a la mente un pensamiento de Camino, con el que san Josemaría Escrivá de Balaguer puso de relieve la importancia de responder fielmente a Dios cuando Él llama. Escribió el fundador del Opus Dei: «de que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes[2]».

Esto es lo que ha sucedido en el caso de Juan Pablo II. Desde su juventud respondió con un sí decidido a las repetidas llamadas del Señor: para ser sacerdote, luego obispo y finalmente para aceptar el peso de servir a la Iglesia como Sucesor de Pedro. En todos los casos, como el entonces cardenal Ratzinger hizo notar en la homilía de la Misa exequial por el Papa Wojtyla, tuvo que renunciar a los legítimos proyectos que se había hecho. Yo quisiera llamar vuestra atención sobre la primera de aquellas renuncias: sin ella, nada de lo que vino después se habría realizado.

De joven estudiante, Karol Wojtyla tenía gran talento y pasión por el teatro, la literatura, la poesía. Cuando el Señor pasó por su vida llamándolo de un modo nuevo, lo dejó todo para seguir la vocación al sacerdocio. ¿Quién podría haber imaginado entonces la trascendencia de aquella renuncia, pequeña en apariencia? Y, sin embargo, de aquel primer sí pronunciado con decisión, dándose por entero al Señor, han brotado luego tantos bienes para innumerables personas del mundo entero.

Las palabras del evangelio de esta Misa aparecen llenas de actualidad. El Señor dirigió a Pedro, por tres veces, una pregunta: Simón, hijo de Juan, me quieres?[3]. Y por tres veces Pedro respondió con sinceridad y, al mismo tiempo, dolido por el recuerdo de las negaciones anteriores: sí, Señor, Tú sabes que te quiero[4]. La petición de Jesús, para confiar a Pedro el encargo de apacentar a sus ovejas y a sus corderos, fue ésta: ¡sígueme![5]. Pedro siguió al Señor hasta imitarlo también en la muerte de cruz, en esta ciudad de Roma.

Juan Pablo II se mantuvo siempre en esta misma línea de total entrega. «En el primer período de su pontificado —decía el cardenal Ratzinger en la homilía a que me refería anteriormente— el Santo Padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo fue hasta los confines del mundo. Pero después compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez mejor la verdad de las palabras: “Otro te ceñirá...”. Y precisamente en esta comunión con el Señor que sufre, anunció infatigablemente y con renovada intensidad el Evangelio, el misterio del amor hasta el fin (cfr. Jn 13, 1)»[6].

3. Los acontecimientos de estos días han de dejar una huella profunda en nuestras almas. Cuando hayáis tornado a la vida cotidiana, os aconsejo que los meditéis en la oración personal, tratando de ver qué cosa me pide el Señor, en concreto: más empeño en la vida de oración y en la santificación del trabajo, una mayor atención a la familia, más celo apostólico en las relaciones con amigos y conocidos.

Acaba de empezar el mes de mayo, especialmente dedicado a María. De Ella, nuestro amadísimo Juan Pablo II aprendió a amar a Jesús hasta la locura de la cruz. Precisamente estando junto a la Cruz entendió que las palabras de Jesús —aquí tienes a tu Madre— se dirigían directamente a él; y, como Juan, acogió a la Virgen en su casa y en lo más íntimo de su ser[7].

Deseo añadir que siempre me han impresionado las coincidencias de amor a Dios que se dan en la vida del beato Juan Pablo II y en la de san Josemaría. Los dos se entregaron completamente al Señor recurriendo a la intercesión de la Virgen; los dos, conscientes de la poquedad de la criatura, fueron muy devotos de la Divina Misericordia: recitaban con mucha piedad las palabras para invocar a Dios Padre Misericordioso propias de esa devoción. Os sugiero que os refugiéis en las manos del Señor, abandonando en nuestro Padre celestial vuestras vidas y vuestras acciones.

Confiemos estos propósitos también a Santa María. Y ya que somos débiles, podemos llevarle en este mes la ofrenda de nuestras jaculatorias, de nuestro trabajo bien hecho, de nuestras pequeñas mortificaciones. Como decía san Josemaría en México, delante de Nuestra Señora de Guadalupe, serán «rosas pequeñas, las de la vida ordinaria; rosas corrientes pero llenas del perfume del sacrificio y del amor»[8]. Y así llegaremos a ser totus tuus, como decía Juan Pablo II. Así sea.

[1] Sal 95 [96] 1.3.

[2] Camino, n. 755.

[3] Jn 21, 16.

[4] Ibid.

[5] Jn 21, 21.

[6] Cardenal Joseph Ratzinger, Homilía en la Misa exequial de Juan Pablo II, 8-IV-2005.

[7] Cfr. Jn 19, 27.

[8] San Josemaría, Oración personal ante la Virgen de Guadalupe, 20-V-1970.

Romana, n. 52, Enero-Junio 2011, p. 69-72.

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