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Artículo “Fidelidad y felicidad”, L’Osservatore Romano, Vaticano, Roma (18-VIII-2011)

Desde que el Beato Juan Pablo II tuvo la intuición de promover hace 26 años la primera Jornada Mundial de la Juventud, en Roma, podría decirse que cada uno de estos encuentros ha significado un punto de partida en la vida de millares de jóvenes: chicas y chicos que han conocido mejor a Jesucristo y se han decidido a dar un rumbo nuevo a su vida, orientándola de modo consciente y maduro hacia Dios y hacia los demás, con una visión cristiana optimista, propia de quienes se saben hijos de Dios. Para algunos, con el tiempo, aquel entusiasmo inicial encontró los obstáculos ordinarios del caminar terreno pero, con la gracia de Dios, muchos han llegado a la felicidad de la fidelidad: dos palabras que riman, como decía san Josemaría Escrivá de Balaguer. La fidelidad no es otra cosa que la madurez del amor en el tiempo. De hecho, muchos de los participantes en las primeras jornadas mundiales se contaban entre los millones de personas que dieron el último adiós a Juan Pablo II, un “a Dios” que era a la vez un “gracias” y una petición: “¡sigue ayudándonos!”.

Han pasado los años y, con Benedicto XVI, las jornadas mundiales de la juventud mantienen su extraordinaria capacidad de convocatoria. Poseen un magnetismo que no es artificial pues, con el sucesor de Pedro, es el mismo Cristo quien pasa. Cristo que se fija en muchos, sí, pero sobre todo en cada persona, y esa mirada es cauterio que purifica y amor que llama. Muchas decisiones de entrega vendrán, no lo dudo, para alcanzar la alta medida de la santidad cristiana en todas las circunstancias: en la vida matrimonial, en el celibato apostólico, sin cambiar de estado, o bien abrazando el sacerdocio o la vida religiosa. El “gracias”, “sigue ayudándonos”, a través de Pedro, llega al Cielo para convertirse en obras: “¡aquí estoy!, ¡cuenta conmigo!”. Esta es la respuesta cristiana a la exhortación de Pablo a los Colosenses: “Así como habéis recibido a Cristo Jesús, el Señor, vivid en él” (Col 2, 6).

En la defensa de la fe que hace San Pablo, en el pasaje de su carta que ha sido elegido como lema para esta nueva Jornada Mundial, el Apóstol habla de las “vanas filosofías y falacias” (Col 2, 8). Las jornadas de la juventud, en este mundo nuestro, tan desgarrado por guerras y por revueltas ligadas a las incertidumbres e injusticias de la vida, en este mundo, que a la vez nos toca amar porque es el lugar donde Dios nos quiere con su amor infinito, las jornadas mundiales nos traen una bocanada de aire fresco. La misma sociedad global, tecnológica, siempre en cambio, se muestra también sensible a la verdad y a la esperanza. Y ve en su seno a esa multitud de católicos que, de repente, en la calle, se descubren, se conocen, y se percatan de que cuentan para algo, para mucho: han de ser el alma de la sociedad. Creemos en el amor de Dios, nos dicen, y aquí estamos.

La juventud es el tiempo de la esperanza y de la aventura, el tiempo de la generosidad. Un momento en el que resulta más fácil ver a Cristo como “plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz”, como decía Benedicto XVI el pasado 1 de mayo. Madrid, como antes Roma, Sídney, Colonia, Cracovia, Toronto, París, Denver, Manila o Buenos Aires —entre otras ciudades—, será para muchos, no lo dudo, una llamada a construir sobre Jesucristo, no para encerrarse sino para convertir la propia existencia en servicio a los demás.

Hace más de 80 años, Madrid fue para san Josemaría el lugar de un especialísimo encuentro con Dios. En 1928, vio que Dios le pedía que fundara el Opus Dei, y solía rememorar el episodio haciendo referencia a la llamada de Cristo a Saulo de Tarso, camino de Damasco: “Madrid ha sido mi Damasco —afirmaba— porque aquí se han caído las escamas de los ojos de mi alma y aquí he recibido mi misión”. Entonces, el joven sacerdote de 26 años, comenzó a trabajar incansablemente entre obreros y estudiantes. Buscó su fuerza en los enfermos y en los pobres de la capital española: horas y horas por los barrios marginales de la ciudad, todos los días, a pie de una parte a otra. Mientras servía y alentaba a unos y a otros, les pedía que ofrecieran sus penas y dolores por las almas de los jóvenes que atendía. La oración de los niños, de los pobres y de los enfermos es especialmente grata a Dios; estoy persuadido de que aquellas oraciones de los enfermos de los años 30, como las de tantos que hoy se unen con el corazón a la Jornada Mundial sostendrán a quienes se preparan para su encuentro con Pedro en las calles de Madrid. Manifiestan la fuerza invisible que hará de Madrid un nuevo Damasco para muchos.

En aquellos años, San Josemaría regaló un día, a un joven estudiante de Arquitectura, un libro sobre la Pasión de Cristo; en la primera página, escribió esta dedicatoria:

“+ Madrid, 29-V-33

Que busques a Cristo

Que encuentres a Cristo

Que ames a Cristo”.

En estas pocas palabras van resumidas, pienso, las experiencias de estas jornadas mundiales, que desembocan en llevar a Cristo hasta el último rincón del mundo.

“Buscar a Cristo” define el primer paso. El amor comienza siempre como una búsqueda, que conduce a un trato personal, en la intimidad: “Pasa como con el noviazgo —explicaba San Josemaría a esos jóvenes—: el trato es necesario, porque, si dos personas no se tratan, no pueden llegar a quererse. Y nuestra vida es de Amor” (Forja, n. 545). Es necesaria una apertura del corazón, no es algo mecánico, programable: rezo para que se dé en muchos, con la gracia del Espíritu Santo y la ayuda de la auténtica amistad humana.

“Encontrar a Cristo” es ya arraigarse más y más en Él, como el sarmiento a la vid (Jn 15, 1-8). “Estar arraigados en Cristo —explica Benedicto XVI en el Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud— significa responder concretamente a la llamada de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra (…); escucharle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida”.

“Amar a Cristo”, en fin, supone ya gozar de esa savia que da sentido y fuerza para querer a los demás y desear amar más y más; es ya estar “edificado” en Cristo, dejar que el Espíritu Santo construya en nosotros la imagen del Verbo encarnado que se ofrece por todos. El nuevo dinamismo al cual nos llama el Papa significa buscar el perdón en el Sacramento de la Reconciliación, para recibir ese amor, un sacramento que el mismo Benedicto XVI mismo celebrará en Madrid, como elocuente testimonio de la misericordia divina. Y ese amar exige dejarse amar por Jesús en la Eucaristía, para llevarle después a muchas otras personas.

Pido a la Virgen de la Almudena, Madre de Dios y Madre nuestra, para mí y para todos, la alegría de una nueva conversión, un partir de nuevo en el camino de la fe, para que, sabiéndonos débiles pero a la vez “fuertes en la fe” (Col 2, 7), creamos en el amor de Dios Padre y nos sintamos de verdad hijas e hijos de Dios en Cristo.

+ Javier Echevarría

Prelado del Opus Dei

Romana, n. 53, Julio-Diciembre 2011, p. 289-291.

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