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Discurso en la inauguración de una exposición preparada por Romano Cosci, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (20-III-2012)

Querido amigos:

En primer lugar, quiero agradecer al profesor Romano Cosci y a su hijo Michele porque, con el trabajo de sus manos, han permitido que muchas personas conocieran más a fondo a Cristo y conocer también más a fondo a su fiel discípulo, san Josemaría, cuyo único fin era servir al Señor, servir a la Iglesia, servir a todas las almas.

En las intervenciones anteriores ha aflorado ya el asunto de las manos. Es para mí un gran placer que estos artistas —Romano y su hijo Michele— hayan logrado expresar el amor que el hombre puede manifestar a Dios por medio del arte. Y añado algo que tal vez no sepáis. Las manos de san Josemaría eran muy expresivas; hasta tal punto que dos cardenales —están en el Paraíso desde hace ya mucho tiempo— que conocieron a san Josemaría dijeron que esas manos manifestaban la santidad. No lo decían como un mero cumplido, porque san Josemaría no estaba presente y lo comentaban a otras personas. Pero era cierto. Las manos de san Josemaría, que todos los días, con gran conmoción, se convertían en trono de Jesús Sacramentado, hablaban de Dios a través de sus gestos. No solo hablaban de Dios, sino que también acercaban a Dios a las personas.

Pienso, por tanto, que las manos pueden de verdad servir para que comprendamos que es posible convertir nuestra vida en oración. Los artistas con sus obras de arte elevan una oración maravillosa. Nosotros podemos hacer que nuestra oración y nuestras acciones sean una obra maestra, con tal de que busquemos siempre ofrecerlas al Señor.

Llegados a la mitad de la Cuaresma —estamos ya en la semana cuarta—, el maestro Romano Cosci nos ofrece esta exposición con un título muy sugestivo: “En camino con Cristo”. Mientras nos acercamos a la meta de la Pascua, que marca la victoria de Nuestro Señor sobre el pecado y la muerte, la contemplación del rostro santo de Jesús —un rostro doliente o glorioso, pero siempre gozoso— nos incita a apresurar nuestros pasos en esta última parte del recorrido que llegará a su cumbre el Domingo de Resurrección.

A lo largo de muchos siglos, en el tiempo del Antiguo Testamento, estaba rigurosamente prohibido hacer cualquier imagen o representación del Dios invisible. La venida de Dios al mundo, por medio de la Encarnación del Verbo, cambió radicalmente las cosas. En efecto, el icono de Jesús en los distintos momentos de su vida en la tierra se ha convertido, en cierto sentido —como afirmaba el beato Juan Pablo II— «como en un sacramento de la vida cristiana, pues en él se hace presente el misterio de la Encarnación. En él se refleja, de modo siempre nuevo, el misterio del Verbo encarnado, y el hombre —autor y, al mismo tiempo, partícipe— se alegra de la visibilidad del Invisible»[1].

El autor quiso introducir expresamente en la exposición algunas de sus obras relativas a san Josemaría, fundador del Opus Dei e inspirador de esta universidad. También la vida de los santos es un reflejo de la santidad divina; sus representaciones ayudan a ir en pos de Jesús con mayor facilidad, porque demuestran que la santidad es verdaderamente accesible a todos. Esto es exactamente el mensaje de san Josemaría, que señala que la vida ordinaria es el marco de nuestro encuentro con Dios.

Quiero abrir ahora un pequeño paréntesis. Romano Cosci llegó a conocer la intimidad, podría decir, de san Josemaría, porque trató diversas veces con la persona que mejor conoció y más profundamente ha convivido con el fundador del Opus Dei: Monseñor Álvaro del Portillo, que quería ser considerado como la “sombra” de san Josemaría. La sombra no molesta, sino que acompaña siempre al protagonista.

Monseñor del Portillo fue a visitar algunas veces a Romano Cosci mientras esculpía las imágenes de san Josemaría. Volvía siempre muy contento porque —también gracias a la conversación con Michele— veía en ellos, no sólo los artistas, sino especialmente a unos hombres que por medio de su trabajo trataban de orar y estar unidos a quien tuvo un trato tan íntimo con el Señor.

Damos gracias a Monseñor Álvaro del Portillo —nos encontramos en un aula a él dedicada—, porque ha sido el artífice de la continuidad en la sucesión de san Josemaría, porque logró cumplir la voluntad del fundador con la diligencia del artista fiel a la inspiración creadora.

Y prosigo.

Desde hace siglos, en la Iglesia Católica Oriental se desarrolló mucho el arte de los iconos. Es conocido que los artistas, antes de empezar el trabajo, dedicaban un tiempo a la oración y al ayuno, pidiendo a Dios la inspiración para representar de modo digno sus misterios. También el fundador del Opus Dei tuvo presente esta venerable tradición. Desde los primeros tiempos de la Obra animó a pintores, escultores, artistas, etc., a facilitar con su arte la piedad de los fieles. Y no sólo eso: los exhortaba a orar antes de ponerse al trabajo. Me acuerdo de un episodio de los años cincuenta del siglo pasado, del cual soy testigo. San Josemaría pidió a un fiel de la Prelatura, artista, que todos los días, antes de empezar a esculpir una imagen del Crucifijo, rezara un Credo: de este modo, una vez terminada la escultura —decía—, le resultaría más fácil hacer un acto de dolor y de amor mirando al Señor en la Cruz.

Es, en definitiva, la misma idea que ha manifestado Benedicto XVI, por el cual os pido que recéis todos los días, cada vez más, para ayudarle y asistirle, concientes de que vela sobre cada uno de nosotros. El Papa afirmó en un discurso dirigido a los artistas reunidos en la Capilla Sixtina: «Una función esencial de la verdadera belleza (...) consiste en dar al hombre una saludable “sacudida”, que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo “despierta” y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto»[2].

Pienso que éste debería ser el deseo más íntimo del artista en la iconografía religiosa: fortalecer la fe del creyente, poner alas a su esperanza, empujarle a amar a Dios con todo su ser. Se cumpliría así el ardiente deseo de san Josemaría, cuando escribe: «Entonces..., el mundo entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme —amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas...—, todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo»[3].

Con estos auspicios tengo la alegría de inaugurar la exposición de obras del maestro Romano Cosci instalada en los locales de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

[1] Beato Juan Pablo II, Homilía en la inauguración de la restauración de la Capilla Sixtina, 8-IV-1994.

[2] Benedicto XVI, Discurso a los artistas, 21-XI-2009.

[3] San Josemaría, Surco, n. 293.

Romana, n. 54, Enero-Junio 2012, p. 103-105.

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