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En la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio, Roma (23-III-2012)

¡Queridos hermanas y hermanos.

1. Se cumple hoy el decimoctavo aniversario del tránsito al cielo del queridísimo Mons. Álvaro del Portillo, obispo, Prelado del Opus Dei. Y nos encontramos aquí reunidos, en esta Santa Misa, para pedir a la Trinidad Santísima que le otorgue el premio, que tanto deseaba, de contemplar para siempre a Dios, cara a cara.

Nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, la fiesta más importante del año litúrgico. Cercanos ya a la meta, la liturgia nos invita a pedir: Padre santo, que en tus sacramentos pusiste el remedio para nuestra debilidad, haz que recibamos con gozo los frutos de la redención y los manifestemos en la renovación de la vida[1].

Cada uno de nosotros comprueba con frecuencia su debilidad. A veces será debido a la falta de salud, a las contrariedades de la jornada, a las dificultades inesperadas que surgen en el trabajo o en la familia, a los proyectos que no se cumplen según nuestras previsiones. En otras circunstancias, serán los fracasos en la vida espiritual porque, a pesar de nuestros deseos de bien, descubrimos que tenemos aún muchas imperfecciones, que llegamos hasta a ofender a Dios con nuestros pecados, nuestras omisiones, nuestra tibieza...

Como escribió san Josemaría, «continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia. Pero, a veces, parece como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos manifestasen con mayor relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco somos. ¿Qué hacer?

»Expecta Dominum (Sal 26, 14), espera en el Señor; vive de la esperanza, nos sugiere la Iglesia, con amor y con fe. (…) ¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si tenemos la esperanza puesta en Dios? Y si en algún momento un alma sufre una caída, un retroceso —no es necesario que suceda—, se le aplica el remedio, como se procede normalmente en la vida ordinaria con la salud del cuerpo, y ¡a recomenzar de nuevo!»[2].

Nuestras debilidades personales no deberían desanimarnos. Jesús ha dispuesto los remedios oportunos: los sacramentos, como nos recuerda la oración colecta de la Misa de hoy. A propósito de esto, vale la pena recordar uno de los preceptos de la Iglesia: la confesión y la comunión que cada católico está obligado a hacer en el tiempo de Pascua. Procuremos prepararnos bien personalmente y ayudemos también a otros, que quizá se acercan con poca frecuencia a las fuentes de la vida sobrenatural.

Mons. Álvaro del Portillo nos espoleó muchas veces a realizar el apostolado de la Confesión. Conocía bien la importancia del sacramento de la misericordia divina, fuente inagotable de la gracia y condición absolutamente indispensable para conservar la vida cristiana y mantener su vigor. Había aprendido de san Josemaría este convencimiento y lo comunicó, a su vez, a los fieles del Opus Dei y a muchos amigos y cooperadores de la Prelatura. Me parece que es muy oportuno pedir hoy la gracia de despertar, en quien tiene necesidad de ello, el deseo de hacer una buena confesión.

2. La cercanía de Dios comunica la alegría y la paz; por esto, la Iglesia nos anima a recibir con gozo los frutos de la redención[3].

La vida de don Álvaro estuvo caracterizada por la paz y la alegría que sembraba a su alrededor. Todos los que le conocieron concuerdan en atestiguar que, después de pasar un rato con él, aunque fuera de corta duración, se encontraban más serenos al volver a su trabajo habitual o a su familia, porque don Álvaro lograba comunicar a las almas la paz que conservaba en su corazón. Aquella paz era fruto de la gracia, pero también y al mismo tiempo de la lucha en su vida espiritual, para tratar de superar el mal con abundancia de bien, como había aprendido del Fundador del Opus Dei.

Me acuerdo de que en esta basílica de San Eugenio, en la homilía pronunciada con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud en el año 1985, invitaba a los jóvenes presentes a rebelarse contra los que intentaban implantar en ellos una visión materialista de la vida. Sus palabras siguen siendo muy actuales; también nosotros podemos sacar provecho de ellas. Se expresaba así:

«¿Qué significa esta rebelión a la que os invito? Quiere decir negar obediencia a esa siembra de males e injusticias. Quiere decir no ausentarse de tomar posición clara, no quedarse en una ambigua neutralidad ante las imposiciones que mortifican la dignidad del hombre. Quiere decir, y ésta es la rebelión de los hijos de Dios, no tener miedo a dar testimonio de la Cruz de Cristo ante un mundo arraigado en el egoísmo. Rebelaos ante los falsos profetas de la paz, que claman contra la guerra y, a la vez, financian la matanza de los que están por nacer. Amad, amad a Dios y a los hombres, que el Amor es el nuevo nombre de la rebelión contra el mal»[4].

En el próximo mes de octubre, en coincidencia con el quincuagésimo aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, dará comienzo el Año de la fe proclamado por Benedicto XVI. Es deseo del Papa que «este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía (...). Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año»[5].

3. San Juan narra que, en una ocasión, algunos parientes de Jesús, que no creían en Él, le insistían para que manifestara su gloria. Márchate de aquí —le decían sus parientes— y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces, porque nadie hace algo a escondidas si quiere ser conocido. Puesto que haces estas cosas, ¡muéstrate al mundo![6]. Pero Jesús no quiso escucharlos; no buscaba, en efecto, su gloria propia, sino la de su Padre. Luego —esto añade el texto que hemos escuchado del Evangelio—, una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces él también subió, no públicamente sino como a escondidas[7].

Este pasaje evangélico se grabó hondamente en el alma de san Josemaría, que lo meditó y predicó con frecuencia. Entendió la lección del Maestro y, aplicándola a la vida de todos los cristianos, nos invitaba a vivir siempre la humildad. No hemos de buscar nunca nuestra gloria, sino la de Dios: Deo omnis gloria!; y nos movía a vivir la discreción como nos enseña Jesús en este pasaje del Evangelio; discreción que no es secreto, sino más bien un actuar sin llamar la atención, sin hacer sonar la trompeta, sino con la naturalidad de quien procura servir al Señor como Él quiere ser servido.

Así vivió siempre don Álvaro del Portillo. A pesar de tener tantas virtudes y dones, tanto en el terreno natural como en el sobrenatural, hizo suyo el lema de nuestro Fundador: «esconderse y desaparecer, para que sólo el Señor se luzca»[8]. También en esto podríamos tratar de imitarle.

No quiero acabar sin recordar que hoy el Papa emprende un viaje pastoral que le llevará a México y a Cuba. Todos comprendemos la importancia de esta visita a aquellas poblaciones, que verán y escucharán al Santo Padre tal vez por primera vez. Muchas puertas —en los corazones y en la sociedad—pueden abrirse a la Palabra de Dios, por medio de la palabra y el amor del Vicario de Cristo.

Recemos, pues, en esta semana por los frutos espirituales del viaje del Papa. Muchos de nosotros recordamos las primeras palabras de su predecesor, el beato Juan Pablo II, cuando, en el ya lejano 1978, invitaba a los gobernantes de las naciones y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a abrir de par en par las puertas a Cristo. Lo mismo pedimos hoy nosotros al ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa.

Lo hacemos recurriendo a la intercesión de María Santísima, Madre de la Iglesia y de la humanidad entera, de san Josemaría, de todos los santos. Que el Señor, multiplicatis intercessoribus, gracias a la ayuda de tantos intercesores, satisfaga nuestras súplicas. Así sea.

[1] Viernes de la semana IV de Cuaresma, Colecta. A lo largo de la homilía, que fue pronunciada en italiano, se refiere en diversas ocasiones a esta oración. Como la traducción castellana usa otras palabras, hemos traducido directamente del italiano para respetar el sentido de la homilía.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 94.

[3] Viernes de la semana IV de Cuaresma, Colecta.

[4] Mons. Álvaro del Portillo, Homilía, 30-III-1985.

[5] Benedicto XVI, Carta apost. Porta Fidei, 11-X-2011, n. 9.

[6] Jn 7, 3-4.

[7] Viernes de la semana IV de Cuaresma, Evangelio (Jn 7, 10).

[8] Cfr. San Josemaría, Forja, nn. 592 y 624.

Romana, n. 54, Enero-Junio 2012, p. 81-84.

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