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Discurso en el Centro de Congresos de Andorra la Vella, Principado de Andorra (1-XII-2012)

Su Excelencia, Mons. Joan-Enric Vives i Sicilia, Copríncipe episcopal de Andorra.

Honorable Sra. Maria Rosa Ferrer Obiols, Cònsol Major de Andorra la Vella.

Sr. Joaquim Manich, Presidente de la Associació d’Amics del Camí de Pallerols de Rialb a Andorra.

Excelentísimas autoridades todas. Y vosotros, Señoras y Señores, y algunos pequeños y pequeñas.

Antes de empezar, quería decir que estoy un poco aturdido por el afecto que me habéis mostrado. He superado esa emoción porque pienso que vuestro afecto lo dirigís a san Josemaría, a quien le debe tanto, no solamente el Opus Dei, como es lógico, sino toda la humanidad, porque con su respuesta fiel ha abierto los caminos divinos de la tierra a innumerables mujeres y hombres. Les ha hecho saber que, allí donde se encuentren, son amadas y amados por Dios, buscadas y buscados por Dios, que está esperando nuestra respuesta.

Si quisiera dar un testimonio de este aniversario como debería, me alargaría demasiado. Pero sí os digo que aquel camino hacia Andorra de 1937, ha tenido trascendencia no solamente para la vida de nuestro Padre sino para la Iglesia, para millones de personas en el mundo entero. Su paso por esta tierra hizo posible que san Josemaría pudiera llevar a cabo la misión que Dios Nuestro Señor le confió el 2 de octubre de 1928, varios años después de que comenzara a insinuarse en su alma cuando todavía era un muchacho joven. Respondió con entera delicadeza y siempre pensando que se quedaba corto ante el amor de Dios, cosa que es verdad: nunca podremos corresponder totalmente a esa mano que el Señor nos tiende constantemente, llamándonos a tener una gran intimidad con Él.

Paso ahora a leeros lo que tenía preparado.


Hace 75 años, el 2 de diciembre de 1937, de madrugada, san Josemaría entraba en Andorra junto con los otros miembros de la expedición. Había cruzado la frontera aún de noche, sin conocer el momento exacto en que pasaban de un país al otro. Cuando los guías les comunicaron que ya estaban en tierras de este querido principado, al que tanto habían ansiado llegar, san Josemaría, como era costumbre en su vida, elevó el corazón a Dios —y no me cabe la menor duda— rezó ya también por los ciudadanos de esta tierra y por los que vendrían a lo largo de los años.

Esos pasos primeros, ya en tierras de Andorra, eran los primeros que daban en libertad después de un larguísimo año y medio de todo tipo de peligros y penalidades; tantas veces pasando la noche en la calle, en el bordillo de la acera, sin documentación, con el riesgo de ser detenidos y llevados directamente a la cárcel o al paredón. Ahora, después de tanta espera, ya en Andorra, exultaban al poder hacer algo tan sencillo y tan necesario como rezar o cantar en voz alta.

He tenido el privilegio de acompañarle en muchos viajes. Puedo deciros que nunca eran viajes monótonos, aunque fueran extenuantes, porque hacía recorridos largos. Eran viajes de auténtica familia, pues junto a la piedad que procuraba fomentar en su alma y en la de los que le acompañábamos, de cuando en cuando cantaba. Por eso decía con sinceridad que había llenado las carreteras y las calles de Europa y del mundo con oración y con canciones; canciones de amor a Dios y amor a la humanidad. Aquel momento del paso por Andorra quedó fijado para siempre en el corazón y en la mente de san Josemaría, pues supuso el comienzo de una nueva etapa en el cumplimiento de lo que le pedía Dios: la fundación del Opus Dei y su expansión por todo el mundo. En muchas ocasiones oí de sus labios recuerdos de aquellas duras jornadas y de aquel final feliz; sin quejarse, dando gracias a Dios, porque precisamente en el dolor es donde cuaja el amor, donde se enrecia la respuesta de un seguimiento.

En la madrugada del 2 de diciembre, al tiempo que se adentraban en Andorra, las primeras luces del día les fueron revelando la belleza y grandiosidad de estos valles. Cuando san Josemaría contaba cómo se acercaron al pueblo, mientras rezaban el Rosario, se podía notar la fuerza con que se grabó en su memoria el sonido de las campanas de Sant Julià de Lòria tocando a Misa, que escuchaba por primera vez desde que empezó la guerra.

Hago aquí una breve digresión. Le he podido ayudar a Misa muchas veces y puedo aseguraros que su Misa no era nunca igual a la del día anterior. La celebración del Santo Sacrificio constituía el momento culminante de su jornada, y ahí nos ponía a todos. Llevaba a la patena a toda la Iglesia, a toda la humanidad, para que estuviésemos muy pegaditos al Cuerpo y a la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

San Josemaría recordaba, como hemos visto, que un chico de la zona les guió hasta Sant Julià. Una vez en el pueblo estuvieron con el sacerdote, que les abrió la iglesia para que pudieran rezar ante el Santísimo. Aunque breve, esa visita a Jesús sacramentado en el primer sagrario que encontraron fue un momento muy intenso en su corazón. Los hombres y las mujeres del Opus Dei hemos aprendido del Padre esa piedad eucarística, que fue uno de los apoyos, por no decir el apoyo fundamental para hacer la Obra tal y como la vemos ahora, y tal como la verán los que vengan detrás. Siempre se esforzó para que ese tiempo de encuentro real con el Señor tuviera todas las características de una vida enamorada.

A Andorra llegaron agotados, después de las largas caminatas nocturnas, con hambre y frío, y con la tensión del peligro. ¡Con qué agradecimiento recordaba san Josemaría la acogedora hospitalidad que Andorra les ofreció! Por fin —y no solamente por la parte material, sino por el afecto—, comidas decentes y noches reparadoras, de las que tenían una necesidad urgente. Pero Andorra principalmente brindó a san Josemaría la libertad que le permitía saciar ansias no menos acuciantes: la libertad de vivir la propia fe y de desarrollar la misión sobrenatural a la que se sabía llamado por Dios.

San Josemaría no estaba simplemente huyendo de un peligro. Lo había afrontado durante el tiempo que había permanecido en Madrid, y luego en Valencia, y más tarde en Barcelona; peligro que era muy real. Bien sabían sus acompañantes cómo se debatió durante todo el viaje entre seguir adelante y volver a Madrid, donde quedaban tantas personas necesitadas de su atención pastoral. La urgencia por salir del país era provocada, precisamente, por la imposibilidad de ejercer su ministerio en servicio de las almas, por el deseo de trabajar en libertad por la Obra que Dios le había encomendado. Para el Padre, Andorra fue un breve tramo de camino, por el que anduvo en libertad y hacia la libertad, esa libertad que necesita cualquier persona para vivir con la dignidad que le corresponde.

Lo predicó muchas veces. Decía: «Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen —a la vez— la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable.

Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis —¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional—, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré de un modo positivo—, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social»[1].

¡Cómo amaba san Josemaría la libertad! Hasta tal punto que muchas veces decía, aunque no hubiese motivo: “antes que hablar mal de nadie me cortaría la lengua con los dientes y la escupiría lejos”. Hasta ahí llegaba su amor a la libertad. Es para mí una gran alegría, y resulta muy oportuno, que a partir de su particular viaje hacia la libertad, en esas circunstancias excepcionales que le llevaron a Andorra, se vengan organizando estas jornadas.

Aquí, en Andorra, san Josemaría pudo experimentar de nuevo la emoción de volver a celebrar la Santa Misa, con ornamentos y en un altar. En los nueve días de estancia celebró el Santo Sacrificio en varias iglesias y capillas de Andorra la Vella y Escaldes, con una unción que siempre impresionaba a los asistentes. Me gusta imaginarme cómo serían las misas durante ese paso de los Pirineos: en los bosques de Rialb y en La Ribalera, cómo sería la Misa todos los días que pudo celebrar ya en Andorra; con qué interés, con qué fuerza, y con qué recurso de auxilio tomaría en las manos a esa Hostia en la que estaba presente Jesucristo, con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.

En ese clima de añorada libertad, por fin recuperada, san Josemaría también buscó el trato con sus hermanos en el sacerdocio. Mossèn Lluís Pujol —lo acabamos de oír—, que entonces era el arcipreste de Andorra la Vella, recibió habitualmente aquellos días la visita del Padre y del grupo de hijos suyos que le acompañaban. Por las tardes, charlaban al calor del fuego, junto al hogar. Puedo testimoniar, porque lo he oído muchas veces: “tengo que escribir a mi querido hermano mossèn Lluís Pujol”. Y estoy seguro de que, mientras le escribía, rezaba por esta tierra, por todas las personas de esta tierra.

Dios ha querido en su providencia que yo acompañara a san Josemaría durante muchos años. He tenido el privilegio y la responsabilidad de tocar a diario los frutos que la vida santa del Fundador del Opus Dei dejó en la Iglesia, que van llegando cada vez a más personas y a más lugares. Resulta clara la trascendencia que algunas decisiones en la vida de un hombre pueden tener en la sociedad entera. San Josemaría siempre nos animó a vivir de tal manera que diéramos a cada instante «vibración de eternidad»[2]. En los momentos excepcionales, cuando lleguen, pero sobre todo en el quehacer diario. En los episodios de esos pocos días del paso de los Pirineos, en su breve estancia en Andorra, es posible descubrir las virtudes que san Josemaría vivía cotidianamente, y que con naturalidad le llevaron a responder generosamente en circunstancias tan excepcionales como las del paso por las montañas que rodean a este país.

Como hemos oído, mossèn Lluís Pujol quedó impresionado por la humilde aceptación del dolor y de las penalidades que descubrió en san Josemaría: vio el estado en el que llegaron a Andorra, y le oyó decir que había sufrido tanto, que había hecho el propósito de no referirse nunca a los sufrimientos que había padecido durante el paso. Los que convivimos con el Padre en años posteriores sabemos que cumplió ese propósito, ya que esa fue siempre su actitud. En tantas ocasiones como le escuchamos narrar sus recuerdos de esos días, nunca le vimos quejarse o referirse con acritud a aquellas circunstancias históricas. Siempre le oímos hablar de la necesidad de la reconciliación, pues san Josemaría era un hombre que sabía perdonar, porque perdonaba por amor a Dios. Por eso fue un gran paladín, un gran predicador del sacramento de la Confesión, al que llamaba, con toda razón, el sacramento de la alegría.

El arcipreste de Andorra también se sorprendió del constante desvelo por los demás, que pudo percibir en muchos detalles en esas pocas tardes junto al fuego. Para todos los que hemos compartido un tiempo con san Josemaría, ya sean años o unas pocas horas, eso no constituye ninguna sorpresa, pues era un hombre que sabía querer, en detalles grandes y en detalles pequeños, que el verdadero amor siempre valora. Ese mismo cariño le llevaba también a agradecer con magnanimidad. Es de justicia que recuerde hoy la gratitud que san Josemaría guardó siempre, durante toda su vida, por la acogida que recibió en Andorra. Y os doy gracias, sabiendo que desde el Cielo os mira complacido y pide por vosotros. Este agradecimiento, especialmente visible en la emotiva correspondencia que mantuvo durante muchos años con mossèn Lluís Pujol, era para todo el pueblo andorrano y su hospitalidad.

También recordaba a menudo san Josemaría cuando volvió a Andorra años después, para acompañar en la toma de posesión al nuevo Obispo d’Urgell y Copríncipe de Andorra, su amigo monseñor Ramón Iglesias Navarri, como ha mencionado el querido Arzobispo, en gesto propio de la lealtad con que trataba a sus amigos. Con afecto entrañable, nos habló muchas veces de ese segundo viaje. Le acompañaba su hermana Carmen, una mujer recia, con un gran sentido del humor, pero un sentido del humor un poco seco. Nos refería que Carmen —a la que llamábamos familiarmente Tía Carmen por ser hermana de nuestro Padre—, cuando vino, reaccionó con incredulidad a propósito de que san Josemaría hubiese cruzado a pie esas montañas. Le decía: ¿que tú has pasado por ahí? ¡Imposible! Pues fue posible por la gracia de Dios y por el tesón de san Josemaría, muy entrenado a grandes caminatas porque muchas veces no tenía dinero y atravesaba todo Madrid de un lado a otro, para atender a los enfermos y a los necesitados, sin tomar ningún medio público de transporte porque no tenía ni esos céntimos. También solía referirse con simpatía al tratamiento con el que el nuevo Obispo se dirigía a los andorranos, «mis fieles y vasallos». Es seguro que ese Obispo, como todos los que le han sucedido, veía en los andorranos a fieles y vasallos leales que le ayudaban, le empujaban y le sostenían.

Los santos, en su paso por la tierra, dejan un rastro. Los caminos que ellos han transitado no debemos considerarlos como una gesta inimitable o una reliquia que venerar. Dios ha querido dejarnos esas vidas como ejemplos cercanos, que vieron los mismos paisajes y anduvieron por la misma tierra que nosotros vemos y pisamos cada día. Considerar los episodios de su vida, como estamos haciendo hoy, gracias al cariño que guardáis a ese paso de san Josemaría por Andorra, ha de servirnos para imitar a los santos en aquellas cosas que nos acercan a Dios y a los demás. Los pocos días pasados en Andorra por san Josemaría contienen muchas lecciones: las enseñanzas de un hombre de oración, que con tanta piedad aprovechó esa libertad de querer y rezar que Andorra le brindó; el testimonio de un hombre amante de la libertad de todos; el ejemplo de un santo que sabía querer, perdonar, agradecer.

Estoy seguro de que desde el Cielo bendice a todas las gentes de este pequeño pero hospitalario país, que le acogió tan generosamente, e intercede por sus gobernantes y por todos sus habitantes, para que el Señor llene de alegría todos los hogares y a cada uno de los hombres y mujeres de Andorra.

Muchas gracias.

[1] San Josemaría, Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, 8-X-1967, en Conversaciones, n. 117.

[2] Forja, n. 917.

Romana, n. 55, Junio-Diciembre 2012, p. 328-333.

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