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Discurso en la inauguración del curso académico, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (5-XI-2012)

Eminencias, Excelencias e ilustrísimas Autoridades,

Profesores y estudiantes,

Y vosotros todos los que trabajáis en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz,

Señoras y Señores,

1. Son muchos los acontecimientos sucedidos en el pasado curso académico que están relacionados con el que vamos a inaugurar. En primer lugar, deseo recordar que el 28 de junio pasado el Papa Benedicto XVI, con la publicación del decreto sobre sus virtudes heroicas, declaró Venerable a Mons. Álvaro del Portillo, primer Gran Canciller de esta Universidad. Ha sido un gran regalo para nosotros, que conocimos de cerca a aquel hijo fidelísimo de san Josemaría.

Además, hace una semana se clausuró el Sínodo para la Nueva Evangelización —convocado por Benedicto XVI— coincidiendo con el inicio del Año de la Fe, que conmemora los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II y los dos decenios desde la publicación, en 1992, del Catecismo de la Iglesia Católica.

En estos acontecimientos podemos entrever un hilo conductor que los enlaza como partes de un mismo cuadro. Cuando vemos a un artista que pinta diversas figuras, una a una, no siempre apreciamos la armonía del conjunto. Pero cuando su obra está acabada, nos damos cuenta que todas juntas las figuras componen una escena única, mucho más amplia.

Sucede lo mismo en los acontecimientos que Dios dispuso en la historia: todos juntos ofrecen una visión de asombrosa belleza, en la que cada parte contribuye a la hermosura del conjunto.

2. Algo parecido pasó también con la conciencia de la llamada universal a la santidad, que los primeros cristianos vivieron con fe y naturalidad; y que, luego, fue como olvidada a lo largo de muchos siglos. Fue propuesta de nuevo, finalmente, con gran fuerza por el Concilio y predicada con una entrega sin reservas, ya muchos años antes, por san Josemaría Escrivá de Balaguer, que Juan Pablo II llamó el santo de lo ordinario.

El inspirador de nuestra universidad fue un verdadero precursor del Concilio Vaticano II porque desde 1928 recordó a muchísimos fieles la vocación de todos a la santidad y la necesidad de encontrar a Dios en la vida cotidiana.

La Carta Apostólica Porta Fidei, con la que se proclamó el Año de la Fe, subraya la responsabilidad personal del cristiano, recordada también en el Sínodo para la nueva Evangelización, con las siguientes palabras: «La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó»[1].

Ya desde el inicio de la expansión del Cristianismo, los apóstoles en primer lugar, y los primeros intelectuales y los Padres de la Iglesia después, desarrollaron profundas reflexiones sobre la revelación y ejercieron un gran influjo sobre la vida cotidiana de los fieles, dando razón de su esperanza (cfr. 1 Pe 3,14-17), y favoreciendo la difusión de la fe.

También las Universidades, nacidas en el seno de la Iglesia, tuvieron un papel esencial en el desarrollo de la sociedad, a través de la búsqueda de la verdad en diversos terrenos[2]; a pesar de que, no pocas veces, algunos quieran ignorar este hecho histórico.

El momento que estamos viviendo —como todas las otras épocas de la historia— es muy importante para la Iglesia: la “dictadura del relativismo”, puesta de relieve por el Papa, nos ha de mover a vivir con gozosa coherencia nuestra fe cada día, tanto en el hacer universidad como en la participación en los debates contemporáneos.

Pero, ¿cómo vivir la llamada a la santidad en nuestras condiciones actuales? Permitidme haceros una sugerencia —no solo como Gran Canciller, sino también con afecto de Padre— acerca de lo que, en mi opinión, el Señor espera de vosotros, profesores, estudiantes y personal directivo, administrativo y técnico de la Universidad de la Santa Cruz.

3. Para empezar, me dirijo a los que desempeñan oficios no vinculados directamente a la docencia. Recuerdo lo que se preguntaba san Josemaría: «¿quién tiene más importancia, el Rector Magnífico de una Universidad o la última persona que atiende la manutención del edificio?» No dudaba en responder: «el que cumple su tarea con más fe, con más afán de santidad»[3].

Por estas aulas nuestras han pasado hasta ahora bastantes centenares de estudiantes, que guardan en su corazón vuestra disponibilidad para servir con una alegría visible y vuestro ejemplo, y lo llevan allí donde hacen la Iglesia, en los más distintos lugares del planeta.

Os doy gracias por vuestro trabajo, que va desde el mantenimiento de los edificios hasta la recepción de los estudiantes en la secretaría, desde la entrega de los libros de la biblioteca hasta el cumplimiento de los necesarios trámites burocráticos: todas son actividades bastante escondidas.

Cumplir con perfección esas tareas exige un verdadero espíritu de colaboración, casi diría —y sin el casi— de verdadera fraternidad, que pasa por encima de posibles diferencias de opiniones, y sabe abordar los problemas con serenidad, buscando soluciones positivas: la unión entre vosotros es ahora muy importante, y lo será siempre.

La universidad está enfrentándose con importantes retos para asegurar los puestos de trabajo y las inversiones necesarias; con la colaboración de todos está multiplicando las iniciativas para conseguir fondos y para contener los gastos.

4. Pienso, luego, en la llamada a la santidad que los estudiantes han recibido. Sed conscientes del gran beneficio de estar en Roma. No muchos de vuestros conciudadanos tuvieron o tendrán la oportunidad de vivir por unos años en el centro de la cristiandad, para profundizar en la fe junto a la sede de san Pedro y de sus sucesores. Muchos fieles y muchas instituciones os han ayudado a aprovechar esta oportunidad, sometiéndose a sacrificios económicos a veces grandes. La correspondencia a su generosidad por parte vuestra se puede manifestar en el sentido de responsabilidad que os lleva a cuidar también los aspectos materiales (residencias, aulas, etc.) que están a vuestra disposición.

En un futuro no muy lejano, personas de las diócesis de todo el mundo tendrán que sacar partido de vuestra preparación doctrinal e intelectual. San Josemaría lo recordaba de este modo: «¿Te das cuenta de lo que supone que tú seas o no una persona con sólida preparación? —¡Cuántas almas!— ¿Y, ahora, dejarás de estudiar o de trabajar con perfección?»[4].

Garantizar un número conveniente de horas de estudio intenso, esforzarse para entender los asuntos más arduos, mantener una presencia activa en las clases, prestar ayuda a los compañeros, son disposiciones positivas que nos acercan al amor de Dios. San Josemaría, que bien conocía la tentación de muchos estudiantes de reducir el esfuerzo, afirmaba con energía: «Si sabes que el estudio es apostolado, y te limitas a estudiar para salir del paso, evidentemente tu vida interior anda mal»[5].

5. Deseo ahora dirigir a los profesores unas consideraciones finales, puesto que ellos desempeñan en la universidad una tarea importante.

En cuanto a la enseñanza, cada profesor debería aspirar a convertirse en un verdadero maestro, que logra trasmitir a los estudiantes, con pasión, los contenidos de su área de estudio.

Trasmitir la doctrina de modo profundo y, al mismo tiempo, sintético y claro, exige un trabajo previo de preparación, profundización y reflexión que no se ha de descuidar.

El secreto está en el cuidado de las cosas pequeñas. El trabajo que goza de esta característica es grato al Señor, también porque enseña por medio de las virtudes humanas, que tanto apreciaba don Álvaro del Portillo.

En segundo lugar pienso que, con frecuencia, no podréis evitar encargos “administrativos” que requieren un especial espíritu de colaboración y de disponibilidad. Es cierto que estas tareas necesitan, a veces, mucho tiempo; pero saber aceptar y llevar a cabo tales encargos es una manifestación de generosidad, que el Señor espera de vosotros y que bendecirá abundantemente.

En cuanto al tercero y último factor, esto es, la investigación, el profesor ha de conseguir defender la excelencia y la profesionalidad de su trabajo, cosa que no resulta nada fácil.

El trabajo intelectual presenta tiempos y dinámicas no siempre rectilíneos, pero la Iglesia tiene necesidad de nosotros, especialmente en un contexto marcadamente relativista, donde la verdad se pone en discusión constantemente.

Señalaba san Josemaría: «Hay que estudiar…, para ganar el mundo y conquistarlo para Dios. Entonces, elevaremos el plano de nuestro esfuerzo, procurando que la labor realizada se convierta en encuentro con el Señor, y sirva de base a los demás, a los que seguirán nuestro camino...

—De este modo, el estudio será oración»[6].

6. Termino volviendo al hilo conductor de mi intervención: la llamada universal a la santidad.

¡Qué contento estaría yo si las personas que entran en contacto con nosotros advirtieran la luz de una santidad que comunica calor gracias al modo de enseñar y de vivir la fe de parte de los profesores, por medio de la caridad y la laboriosidad de los estudiantes, a través del trabajo bien hecho por parte del personal no docente!

Rezo para que san Josemaría y el venerable Álvaro del Portillo mantengan viva en todos nosotros aquella luz y nos ayuden a mantener siempre encendido, en nuestra vida, el fuego del amor de Dios, con todas sus consecuencias. Anhelo también, repitiendo palabras del Santo Padre, que «este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en Él tenemos la certeza para mirar al futuro»[7].

Pido a María Santísima que presente a Dios los frutos de vuestro trabajo y que interceda para que correspondamos a la llamada a la santidad. Y declaro inaugurado el año académico 2012-2013.

Y que recéis también por mí. ¡Gracias!

[1] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de “motu proprio” Porta Fidei con la que se convoca el Año de la Fe (11-X-2011), n.6.

[2] Cfr. Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura en el Colegio de los Bernardinos, París, 12-IX-2008.

[3] Cfr. Javier Echevarría, Carta pastoral para el Año de la fe, 29-IX-2012, n.18.

[4] Surco, n. 622.

[5] Surco, n. 525.

[6] Surco, n. 526.

[7] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de “motu proprio” Porta Fidei con la que se convoca el Año de la Fe (11-X-2011), n.15.

Romana, n. 55, Junio-Diciembre 2012, p. 324-327.

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