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En la Misa por el aniversario del fallecimiento del venerable Álvaro del Portillo, basílica de San Eugenio, Roma (22-III-2014)

Queridos hermanos y hermanas:

Siempre, y hoy de un modo particular, experimento una gran alegría por la gracia que nos concede el Señor en cada momento. Mañana, 23 de marzo, es el tercer domingo de Cuaresma; por este motivo, conmemoramos con un día de anticipación el vigésimo aniversario del tránsito al Cielo del venerable Mons. Álvaro del Portillo, prelado del Opus Dei. Hace pocos días hemos celebrado el centenario de su nacimiento; y nos estamos preparando para su beatificación, el próximo 27 de septiembre. Todos estos motivos nos ayudan a vivir la celebración de la Eucaristía teniendo en mente la atmósfera de la última cena, donde el Señor nos ha mostrado cómo nos ama y cómo debemos amarnos.

En la colecta de la Misa nos dirigimos a Dios Padre con las siguientes palabras: guíanos por el camino de la vida y condúcenos a la luz donde tú habitas[1]. Una petición cumplida ya en don Álvaro. Fiel a la llamada del Señor, siguiendo el espíritu del Opus Dei, él llegó a la demora celestial testimoniando que es verdaderamente posible alcanzar la santidad en la vida ordinaria, como ha enseñado sin cesar el fundador del Opus Dei.

Qué bonita es la parábola del hijo pródigo que acabamos de escuchar, también porque se puede aplicar a la vida de cada persona. De hecho —escribe Juan Pablo II— «aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, “viviendo disolutamente”, es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original»[2].

Este pasaje evangélico nos ofrece la ocasión de recordar algunos puntos de las enseñanzas y del ejemplo de don Álvaro sobre la misericordia divina, y en particular sobre el Sacramento de la alegría, como le gustaba repetir con respecto a la Confesión, con palabras de san Josemaría. Durante una homilía pronunciada en esta basílica, alentaba a los presentes así: «Acercaos a la Confesión siempre que tengáis necesidad, para purificaros de vuestros pecados, readquirir la gracia de Dios, y así poder recibir la Santa Eucaristía (…). Acercaos frecuentemente (…), aún si no tenéis conciencia de pecado grave, porque en la Confesión vuestra alma adquirirá fuerza para combatir con alegría las batallas de la paz, para la gloria de Dios y la salvación de las almas»[3].

Juan Pablo II, para cuya canonización nos estamos preparando con una espera ferviente, escribió una vez: «Es en el confesionario donde se manifiesta sobre todo la misericordia de Dios»[4]. El Papa Francisco, desde el primer momento de su pontificado, no ha dudado en recordar la misma verdad e invita a los fieles a hacerse personalmente algunas preguntas. «Queridos hermanos —decía en una de las catequesis sobre los sacramentos— como miembros de la Iglesia, ¿somos conscientes de la belleza de este don que nos ofrece Dios mismo? ¿Sentimos la alegría de este interés, de esta atención maternal que la Iglesia tiene hacia nosotros? ¿Sabemos valorarla con sencillez y asiduidad? No olvidemos que Dios no se cansa nunca de perdonarnos. Mediante el ministerio del sacerdote nos estrecha en un nuevo abrazo que nos regenera y nos permite volver a levantarnos y retomar de nuevo el camino. Porque ésta es nuestra vida: volver a levantarnos continuamente y retomar el camino»[5].

También en la boca de don Álvaro era muy frecuente esta afirmación, con la que no se cansaba nunca de recomendar que todos se acercasen, arrepentidos y alegres, a este sacramento. Desde muy niño había aprendido a amarlo, y hablaba de su primera confesión lleno de agradecimiento al Señor que nos sale al encuentro con el amor y el perdón. Decía que se había sentido muy feliz tras haber manifestado sus faltas al sacerdote. Y esto sucedió hasta el final de sus días. Me viene a la memoria la respuesta que dio cuando le preguntaron cuál había sido el momento más feliz de su vida. Fue inmediata, simple y profunda: «Cada vez que me confieso, porque el Señor perdona mis ofensas».

Pensemos en esta maravilla divina y humana: la Confesión bien hecha es siempre un momento de paz, de alegría —de felicidad— que solo Dios puede dar. Estamos todos invitados a experimentarlo de modo más profundo en la cercanía de la Pascua.

La devoción de don Álvaro al sacramento de la Penitencia aumentó todavía más desde que conoció y vivió con san Josemaría. Desde aquel momento, en las conversaciones con sus amigos, parientes, compañeros de estudio, simples conocidos, tocaba habitualmente este tema, con garbo y delicadeza, explicando y animando a todos a valorar el misterio de un Dios que perdona. Y esta disposición a ayudar, lo llevaba siempre a dedicarse al apostolado, a ofrecer un servicio a las almas.

Procuremos seguir su ejemplo y decidámonos a hablar como él del apostolado de la confesión: porque cuando no se busca vivir en el ámbito de la gracia, no es posible seguir a Jesús de cerca. Así se expresaba en un escrito: «El apostolado de la Confesión adquiere una importancia particular. Solo cuando existe una amistad habitual con el Señor —amistad que está fundada sobre el don de la gracia santificante—, las almas están preparadas para percibir la invitación que Jesús dirige a todos: si alguno quiere venir en pos de mi… (Mt 16,24)»[6].

El Santo Padre Juan Pablo II percibió rápidamente esta pasión del corazón sacerdotal de don Álvaro, y comentaba a menudo —también a personas que no pertenecen al Opus Dei— que los fieles de la prelatura han recibido de Dios el carisma de la confesión, es decir, una gracia particular para acercar a las almas a este sacramento, a la amistad con Dios. Ofrezcamos también nosotros esta bonita heredad que san Josemaría nos ha transmitido, también mediante las palabras y el ejemplo de don Álvaro.

Recuerdo dos anécdotas que ilustran bien su devoción y su amor por este sacramento. Al día siguiente de su propia ordenación sacerdotal, en 1944, su primer acto ministerial fue la administración de la Penitencia a san Josemaría. El fundador del Opus Dei quería, de hecho, ser el primero en recibir la absolución de sus manos.

El segundo episodio se remonta a los comienzos de los años ochenta, y está en relación con esta iglesia. Entre los motivos esgrimidos al cardenal Ugo Poletti, entonces vicario del Papa para la diócesis de Roma, al solicitarle que se encomendara la atención pastoral de la parroquia a los sacerdotes de la prelatura, don Álvaro expresó su deseo de poder venir de vez en cuando a confesar, aprovechando la cercanía de la sede central del Opus Dei. Sus compromisos como prelado no se lo permitieron, pero cultivó siempre en el corazón esta aspiración.

He querido señalaros este camino del perdón, para recordaros que estamos llamados a la felicidad eterna, donde la Santísima Trinidad desea que vivamos para siempre; la senda del perdón lleva al triunfo de la Pascua, que celebraremos dentro de pocas semanas. Escucharemos de nuevo la aclamación: Lumen Christi! Deo gratias! El Señor desea que, iluminados por su gracia, animados por su interés por las almas, manifestemos al mundo la realidad que Christus vincit, Christus regnat, por nuestro bien. En verdad debemos ser mujeres y hombres que amen y sepan amar y vivir del Amor de Dios.

La Virgen es la llena de gracia, la única criatura nunca tocada por el pecado. Por esto se manifiesta llena de compasión hacia nosotros sus hijos, que somos pecadores, y nos obtiene abundantes dones del Cielo. Acudamos a ella, Mater misericordiæ, Madre de misericordia, para que nuestro camino cuaresmal nos conduzca a una verdadera y profunda conversión. Con la intercesión de san Josemaría y del venerable Álvaro del Portillo.

Así sea.

[1] Sábado de la II semana de Cuaresma, De la Colecta.

[2] Beato Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in misericordia, 30-XI-1980, n.5.

[3] Mons. del Portillo, Homilía en el año internacional de la juventud, 30-III-1985.

[4] Beato Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes por el Jueves Santo, 16-III-1986.

[5] Papa Francisco, Audiencia general, 20-XI-2013.

[6] Mons. del Portillo, Carta pastoral, 1-XII-1993.

Romana, n. 58, Enero-Junio 2014, p. 46-49.

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