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En la ordenación diaconal de fieles de la Prelatura, parroquia de San Josemaría, Roma (1-III-2014)

Queridísimos Ignacio y Luis Ramón, queridos hermanos y hermanas:

Los cuatro Evangelios nos transmiten un mensaje de esperanza gozosa, porque nos repiten que Jesucristo ha venido a salvarnos y, de entre nosotros, elige a sus ministros para que nos recuerden esta maravillosa aventura que es el Evangelio. Hoy tocamos incluso esta felicidad, con la ordenación diaconal de estos dos hermanos nuestros. Aprovechemos la ocasión para dar gracias a la Santísima Trinidad, y también para recibir con mayor frecuencia e intensidad los sacramentos, canales de la gracia, que nos acercan a Dios; para nosotros, concretamente, la Confesión y la Eucaristía.

1. Todos hemos sido llamados por Dios a formar parte de la Iglesia. A todos nos ha confiado el encargo de acercarle las almas. El profeta Jeremías escucha la voz del Señor que se dirige a él con estas palabras: antes de plasmarte en el seno materno, te conocí, antes de que salieras de las entrañas, te consagré, te puse como profeta de las naciones (Jr 1, 5). Él trata de apartarse de esta misión: ¡Ay, Señor Dios mío! Si no sé hablar, que soy muy joven (Ibid., 6).

Lo mismo podría sucedernos también a nosotros. El Señor nos llama a la santidad personal y al apostolado, pero nuestra reacción es muchas veces semejante a la del profeta: nos excusamos. Lo recordaba el Papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, poniendo en guardia frente a estos pretextos. «Puede que alguno piense: “No tengo ninguna preparación especial, ¿cómo puedo ir y anunciar el evangelio?”»[1].

En el fondo se trata de miedo; miedo a complicarse la vida. Nuestra reacción debería ser la que señala el Papa: «Cuando vamos a anunciar a Cristo, es Él mismo el que va por delante y nos guía. Al enviar a sus discípulos en misión, ha prometido: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28, 20). Y esto es verdad también para nosotros. Jesús no nos deja solos, nunca deja solo a nadie. Nos acompaña siempre»[2].

Esta certidumbre nos mueve a preguntarnos: ¿me preocupo verdaderamente por las personas que tengo al lado? ¿Trato de ayudarlas a acercarse a Jesús, con mi ejemplo, con mi oración, con mi palabra? ¿Hago lo posible para ayudarles a comprender la maravilla de acercarme con frecuencia a los sacramentos? El comienzo de la Cuaresma, ya inminente, es una invitación a hacernos personalmente estas preguntas.

2. El Evangelio nos sugiere otra cuestión. Éste es mi mandamiento, dice el Señor: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado (Jn 15, 12). Con la gracia de Dios estamos en condiciones de cumplir el mandato del Señor; es decir, verdaderamente podemos acercar a la gente a Cristo y dar frutos en servicio de la Iglesia, de la humanidad, precisamente porque Jesucristo nos ha invitado a ser amigos suyos: ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer (Jn 15, 15).

Estas palabras de Jesús nos llenan de confianza. A este propósito me viene a la memoria una consideración de san Josemaría; el Señor «nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos (Jn 15, 13)»[3].

No sólo nos ha llamado amigos, sino que ha hecho de nosotros, mediante su Espíritu, verdaderos hijos de Dios: hijos en el Hijo. Es un nuevo motivo para que nos empeñemos en vivir la vida de Cristo, que se nos otorga generosamente en los sacramentos, sobre todo —lo repito una vez más— en la Confesión y en la Comunión. Esta cercanía de Jesús garantiza nuestra eficacia apostólica, la fecundidad de nuestro servicio. «Sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía, en nuestra vida de oración, en nuestros momentos de adoración, y también reconocerlo presente y abrazarlo en las personas más necesitadas. El “permanecer” con Cristo no significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros»[4].

3. Querría detenerme ahora en algunas palabras de la primera carta de san Pedro, que hemos escuchado en la segunda lectura, que nos hablan de caridad fraterna. El príncipe de los Apóstoles recomienda: ante todo, mantened entre vosotros una ferviente caridad (..), sin quejaros (1 Pe 4, 8-9). Esta virtud cristiana se debe manifestar —como recuerda con frecuencia el Papa— también en las palabras, evitando las difamaciones, las habladurías, los chismes, pues con las palabras se puede matar la fama y el honor del prójimo o, por lo menos, enfriar las relaciones familiares y sociales, que pueden crear barreras de incomprensión o de enemistad, que son luego difíciles de derribar. La caridad fraterna tiene muchos campos de aplicación. San Josemaría destacaba uno en especial: más que en “dar”, la caridad está en “comprender”[5].

Dentro de pocos días es el centenario del nacimiento del venerable Álvaro del Portillo, mi amado predecesor al frente del Opus Dei. Muchos de nosotros hemos conocido y tratado a este padre y pastor ejemplar, y son numerosos los testimonios de quienes, después de una conversación con él, quizá breve, se llenaban de alegría y de paz. Esta serenidad, que lograba infundir en las almas, era fruto de su ardiente amor a Dios, que había aprendido en la escuela de san Josemaría, el fundador del Opus Dei.

Podemos pedirle que interceda por nosotros, para que en nuestra conducta cotidiana resplandezca la caridad, hecha de pequeños detalles en la vida ordinaria, que pueden ayudar mucho para acercar a la personas y llevarlas a Jesús.

Deseo felicitar a los parientes de los nuevos diáconos: vosotros, con vuestra vida, habéis ayudado a estos hombres a seguir al Señor en el sacerdocio. Aprovechémonos de esta fiesta para rezar aún más por el Santo Padre, por los obispos, y por los sacerdotes y seminaristas del mundo. Se lo pedimos especialmente a la Virgen, en este día, el sábado, que tradicionalmente se dedica a ella.

¡Sea alabado Jesucristo!

[1] Papa Francisco, Homilía, 28-VII-2013.

[2] Ibid.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 93.

[4] Papa Francisco, Homilía, 27-VII-2013.

[5] Cf. San Josemaría, Camino, n. 463.

Romana, n. 58, Enero-Junio 2014, p. 44-46.

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