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2 de octubre

Palabras de monseñor Javier Echevarría

En el traslado del beato Álvaro del Portillo

Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz,Roma,

2-X-2014

Queridísimos hermanos y hermanas.

Damos gracias a Dios por estos días solemnes que hemos vivido y le decimos al Señor de todo corazón: Gratias tibi, Deus, gratias tibi. Queremos, como intentaron siempre san Josemaría y el queridísimo beato Álvaro, que nuestra vida entera sea una alabanza a Dios y un acto de amor que nos lleve concretamente a ir purificando nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestras intenciones.

Don Álvaro, el beato Álvaro, fue una persona de gran madurez de voluntad, de inteligencia; de una sencillez que deslumbraba por la capacidad que tenía de acercarse y de servir a todas las personas. De un trato sumamente agradable porque veía en los demás al mismo Cristo, y también a una hermana o a un hermano. Por eso, su labor cotidiana era un servicio a Dios sabiendo que tenía que pasar por el servicio a las personas que trataba o que estaban a su alrededor. Le pedimos al Señor, a través de la intercesión del beato Álvaro, y también, como es lógico, de san Josemaría, que nos haga a todas y a todos, hombres leales, mujeres leales, que sepan gastar su vida con alegría, con la misma sencillez que don Álvaro, que emprendió tareas muy importantes y, al mismo tiempo, tareas cotidianas que componen la existencia de una persona. Por eso, invocando su protección, le decimos que nos proteja, que nos conduzca, que nos ayude constantemente para que sepamos levantar a Dios el corazón y para que concretamente sepamos rehacernos si alguna vez no hemos correspondido con la fuerza con que debiéramos.

Beato Álvaro, gracias por todo lo que has hecho. Gracias por tu generosidad. Gracias por esa fidelidad inquebrantable, aunque tuviste que pasar, como ocurre a todos los hombres, pero concretamente a ti, por momentos en los que tenías que afrontar dificultades externas de no poca categoría. Al mismo tiempo, no perdiste en ningún momento ni la paz ni la disponibilidad para aceptar esas cruces más o menos pequeñas o más o menos grandes. Gracias nuevamente. Te lo decimos de todo corazón. Gracias porque querríamos poner nuestros pies en las huellas de tu fidelidad, en las huellas de tu servicio a Dios, en las huellas de tu afán apostólico, pues aprovechabas todas las ocasiones para querer a la gente, a las personas, a cada persona, y llevarlas a Dios en su vida cotidiana. Gracias y no pararíamos de decirte gracias, porque aquí tenemos concretamente los resultados de una vida heroica. Cuánta gente ha venido para darle gracias, para honrarle y, al mismo tiempo, para pedirle su protección en su vida, en su trabajo, en su vida familiar, en su vida profesional, en su descanso y en su trato con las demás personas. Querríamos también, queridísimo don Álvaro, que metieses en nuestra alma esa devoción filial que tuviste, ya desde pequeño, a nuestra madre Santa María. Enséñanos a decirle: Dulce Madre, no te alejes, tu vista de mí no apartes... Pero sentimos que tú mismo nos dices: no os apartéis vosotros de Ella, ni siquiera una chispita.

Que de verdad seáis muy marianos, como enseña ese punto de Camino que tanto le removió desde que era joven: «A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María» (Camino, n. 495). Queramos estar cada vez más, más cerca, más metidos en la devoción a la Virgen para que ella nos lleve a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, y convierta nuestra existencia en un apostolado continuo que nos impulse generosamente a dar nuestras vidas, a vivir una mortificación constante, un sacrificio alegre y un trabajo abnegado, pasándolo por las manos de Nuestra Señora, para que sea una ofrenda a Dios cada día, cada momento, cada instante. ¡Gracias, queridísimo Álvaro! ¡Gracias, queridísimo beato!

Romana, n. 59, Julio-Diciembre 2014, p. 259-262.

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