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30 de septiembre

Homilía en la Misa de acción de gracias

Cardenal Agostino Vallini, vicario del Papa para la diócesis de Roma

Basílica de San Juan de Letrán, Roma,

30-IX-2014

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy esta santa Eucaristía para alabar y bendecir al Señor por la gracia de la beatificación, el pasado sábado en Madrid, del obispo Álvaro del Portillo, prelado del Opus Dei.

1. En la primera lectura el profeta Ezequiel, hablando en nombre de Dios, nos ha revelado el amor premuroso de Dios, que continuamente toma la iniciativa para salvar a su rebaño: «Yo mismo —dice el Señor— buscaré mi rebaño y lo apacentaré... Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, a la que esté herida la vendaré, y curaré a la enferma. Tendré cuidado de la bien nutrida y de la fuerte» (Ex 34, 11; 15-16). Dios sale en busca de sus ovejas, sobre todo de las “ovejas descarriadas”, las conduce a verdes praderas y las hace reposar. Es verdaderamente reconfortante y estimulante saber que el Señor nunca nos abandona, porque nos ama. Dios nos precede siempre, conoce nuestras necesidades, se adelanta a nuestros ruegos y antes de que nos dirijamos a él en petición de ayuda y protección actúa, nos preserva del mal y crea nuevas oportunidades de bien. Conscientes de este amor previdente del Padre, podemos confesar con alegría nuestra gratitud con las palabras del Salmo: «El Señor es mi pastor: nada me falta» (Sal 23 (22), 1b).

2. El Evangelio nos ha recordado que en realidad el amor de Dios por nosotros ha ido mucho más allá de todo eso. Jesús, el Hijo de Dios, proclamándose el “buen pastor”, ha transformado el concepto mismo de pastor, pues es el pastor que no solo guía y cuida a su rebaño, sino que da la vida por él: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10, 11). En la Cruz, Jesús se ha dado enteramente por nosotros, y en la resurrección nos ha comunicado la vida divina con la efusión del Espíritu Santo, que en el Bautismo nos ha hecho hijos, partícipes del mismo destino del Hijo y miembros de su familia, la Iglesia. Jesús resucitado es la Vida (cfr. Jn 14, 6) sin fin: en él podemos dirigirnos a Dios, como hijos que se dirigen al Padre, y repetir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20).

3. Hermanos y hermanas, con esta certeza de fe vivió el beato Álvaro del Portillo. Nacido en Madrid en 1914, con 21 años (en 1935) entró a formar parte del Opus Dei y muy pronto el santo fundador encontró en él a su colaborador más valioso y fiel. Ordenado sacerdote en 1944, vivió casi cincuenta años, desde 1946, en Roma, donde murió en 1994. Tanto estimaba san Josemaría a don Álvaro que el mismo día de su ordenación sacerdotal lo escogió como confesor. La dedicación de este hijo y hermano a la Iglesia le granjeó la confianza de la Santa Sede, que le asignó múltiples encargos, tanto durante el Concilio Vaticano II como después, en varios dicasterios de la Curia Romana. Elegido en 1975 primer sucesor de san Josemaría al frente de la Obra, trabajó intensamente por obtener de la Iglesia la configuración canónica más adecuada al carisma fundacional, individuada en la prelatura personal, de la que fue el primer prelado. San Juan Pablo II quiso elevarlo al episcopado y, el 6 de enero de 1991, le confirió la ordenación episcopal. El 23 de marzo de 1994, pocas horas después de volver de una peregrinación a Tierra Santa, el Señor lo llamó a su presencia.

4. El nuevo beato creía profunda e intensamente que Dios, en Jesús, nos ama, nos da la vida, nos introduce en su familia, la Iglesia, cuida de nosotros y nos guía con afecto paterno para que alcancemos nuestro verdadero bien. Se enamoró de Cristo y se dejó amar por Él. Abrió su corazón y se abandonó totalmente en el Señor. Así vivió él mismo, y a este ideal consagró también su vida sacerdotal, enseñando que en todo momento, tanto en las cosas pequeñas de cada día como en las situaciones más difíciles y dolorosas, nuestra disposición íntima debe ser la de tratar de descubrir cuál es la voluntad de Dios y esforzarnos generosamente por secundarla. En esto consiste la vocación cristiana, que es vocación a esa santidad a la que todos somos llamados; una santidad accesible a todos en la simplicidad de la vida cotidiana. Quienes lo conocieron testimonian que «transmitía la urgencia del amor de Dios. Ponía delicadamente a cada uno ante su propia responsabilidad de amar a Dios y a las almas».

Compartía plenamente el carisma que el Señor había dado a san Josemaría y trabajó sin descanso —con “audacia apostólica”, como a menudo el santo fundador invitaba a actuar— para que todos pudieran encontrar a Dios y responder a la propia vocación. En el matrimonio y en la familia, como en el sacerdocio o en otras posibles formas de vida cristiana, Dios nos revela cuál es su voluntad para nuestro verdadero bien y con su gracia nos llama a escuchar las inspiraciones del Espíritu Santo y a ponerlas en práctica con generosidad. El abandono en la amorosa voluntad de Dios es la fuente de esa alegría de la que debe estar impregnada la vida de todo cristiano.

En una de sus cartas pastorales escribía el nuevo beato que ese proyecto de Dios para cada uno «ha asumido nuestra existencia con carácter de totalidad y de exclusividad: no hay —no puede haber— otros fines en nuestra voluntad, ni otras ilusiones en nuestro corazón, ni otros pensamientos en nuestra inteligencia, que no se hallen plenamente sometidos al misericordioso designio que Dios nos ha mostrado»[1].

5. En la segunda lectura san Pablo, hablando de sí mismo, se declara ministro de la Iglesia «por disposición divina, dada en favor vuestro: para cumplir… el misterio que estuvo escondido durante siglos y generaciones» (Col 1, 25-26).

Jesús es el único pastor, pero cumple su obra en la historia sirviéndose de los hombres como instrumentos suyos y operadores del bien. En la multiplicidad de dones y carismas, ciertamente es importante el ministerio de quienes, habiendo recibido la gracia del sacerdocio ministerial, obran en persona de Cristo para ser dispensadores de la Palabra mediante la obra de evangelización, dispensadores de la gracia de los sacramentos y guías pastorales en el camino de la salvación.

El beato Álvaro del Portillo ejerció el sacerdocio, y después el episcopado, a la luz de una plena “paternidad espiritual”. Con su humildad, delicada y atenta, buscaba comprender siempre las necesidades y las esperanzas de los hombres, haciéndose cercano a todos con amor de padre. Para él, el ministerio era ejercicio de paternidad y la paternidad se expresaba en el ministerio. Por eso animaba siempre a darse generosamente en el apostolado. Él decía: «Hay muchas personas que viven a nuestro alrededor sin conocer a Cristo y están esperando que nos ocupemos de ellas». Manifestaba también su caridad pastoral promoviendo incansablemente actividades sociales que hoy vemos difundidas por todo el mundo: obras de misericordia, hospitales, escuelas, universidades…

Ante la progresiva extensión del fenómeno de la secularización, exhortaba a los miembros de la Obra, y en particular a los laicos, a animar cristianamente con la luz del Evangelio todos los ambientes. «Que no haya ninguna esfera de la sociedad civil —decía— que permanezca de espaldas a la luz de Cristo. Recuperad este mundo en fuga para restituirlo a Dios».

Tenía la convicción profunda de que Cristo «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4). Por eso todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a cooperar en la misión. Lo ha repetido con fuerza el Santo Padre Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium: «En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cfr. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador»[2]. «Participar sinceramente en tan gran tarea supone, de una parte, una especialísima responsabilidad, de la que todos daremos cuenta a Dios; de otra, es señal del gran honor que nos dispensa la Trinidad Beatísima, es una muestra inmerecida del cariño y de la confianza del Señor en sus hijos»[3].

En el caso particular de los laicos, «esta misión debe llevarse a cabo en el cumplimiento del trabajo profesional y de los deberes ordinarios, vividos heroicamente, con visión sobrenatural, para santificarse y para santificar las realidades temporales con las que cada uno se encuentra en contacto diario»[4]. Es un apostolado sin confines, que comienza por la propia familia —iglesia doméstica[5] que hay que construir día a día— y se extiende después a los amigos, a los compañeros de trabajo y a todas las personas que encontramos ocasionalmente, con responsabilidad por el bien común de la sociedad. Siempre sin distinciones, porque el Señor ama a todos y a nadie excluye del celo apostólico que se debe manifestar en todos los instantes de nuestra vida.

6. De la vida pastoral del nuevo beato quisiera recordar, en particular, su ministerio eucarístico y penitencial.

En primer lugar la Eucaristía, el memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, que hace presente y actualiza, a través de los signos sacramentales, la realidad del sacrificio de la cruz, puesto una vez por todas en el vértice de la historia humana. El Concilio Vaticano II ha exhortado a los cristianos a hacer lo posible por convertir la Santa Misa, cada día, en «centro y raíz de toda la vida»[6]. Es algo de lo que el beato Álvaro estaba plenamente convencido, hasta tal punto que a veces hacía en voz alta la acción de gracias de la Misa, con sencillez y devoción, para involucrar a los fieles en el amor a Jesús en la Eucaristía y para ayudarles a hablar con Dios.

Con el mismo celo celebraba el sacramento de la Confesión: el “sacramento de la alegría”, como a san Josemaría le gustaba llamarlo. Decía el beato Álvaro que cada vez que lo recibimos con arrepentimiento sincero de nuestros pecados nos arrojamos en los brazos abiertos de Dios nuestro Padre, que nos acoge amorosamente, nos perdona y nos asegura la ayuda de la gracia para proseguir nuestro camino unidos a él, o para reanudarlo si lo habíamos dejado. El beato se acercaba a la confesión con gran fe todas las semanas, dando ejemplo de humildad y de confianza en el amor de Dios, y animaba igualmente a todos a frecuentarla, para sentir la ternura de Dios.

7. Queridos hermanos y hermanas, que el ejemplo de los santos nos anime a recorrer con audacia y fidelidad la senda de la santidad. Pidamos al beato Álvaro y a la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, que nos acompañen en nuestro camino de hijos de Dios, dóciles a su voluntad, para que vivamos en plenitud nuestra vocación y la testimoniemos todos los días. Amén.


Homilía en la Misa de acción de gracias

Cardenal Santos Abril y Castelló, arcipreste de la basílica liberiana

Basílica de Santa María la Mayor, Roma,

30-IX-2014

Con gran alegría estamos reunidos hoy en esta basílica romana dedicada a Santa María. Nuestra Eucaristía cobra un matiz particular, pues agradecemos al Dios tres veces santo por la reciente beatificación, decretada por nuestro querido Papa Francisco, del obispo Álvaro del Portillo, prelado del Opus Dei. La santidad de Dios se refleja en sus santos y, con expresión del Santo Padre, tiene rostro. A la luz de la liturgia de la Palabra, me gustaría contemplar con vosotros esa bondad de Dios que Álvaro del Portillo supo encarnar: queremos “descubrir a Jesús en el rostro” del nuevo beato. Con una fidelidad llena de amor, siguiendo el ejemplo de san Josemaría, anunció el mensaje cristiano en obras y de verdad, haciéndose eco de la belleza de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, y su afán por las almas le empujó a llevar el calor de nuestra fe al mundo entero.

1. «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré» (Ez 34, 11). Es grande la promesa que Yahveh hace, por boca del profeta Ezequiel, a los miembros del pueblo elegido que habían sufrido la deportación. A pesar de las infidelidades de los hombres, el Señor manifiesta su cercanía, y se compromete a protegerlos y a guiarlos: «Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar» (Ez 34, 17).

La historia de Israel avanza sostenida por la esperanza del cumplimiento de estos vaticinios, que se realizarían plenamente con la encarnación del Verbo. En efecto, Jesucristo aplica a sí mismo esta conmovedora imagen, y se presenta como el Buen Pastor, que da la vida por las ovejas que recibió del Padre (cfr. Jn 10, 11.29). Así, manifiesta al mismo tiempo su íntima —consubstancial— unión con el Padre y la misión que tiene delante de los hombres. En los cuidados del Buen Pastor reconocemos, pues, la misericordia del Padre eterno, que busca a sus hijos para atraerlos a sí, reuniéndolos en una misma casa, que es la Iglesia.

La misión de Jesucristo se prolonga de modo particular en los apóstoles y sus sucesores. Él se hace presente en aquellos que ha designado como pastores de su pueblo: por eso, san Pablo se considera servidor de la Iglesia, y es consciente de haber recibido un encargo preciso, en favor de los fieles (cfr. Col 1, 25). Comunicar este inmenso amor de Dios hacia los hombres es algo que sobrepasa las capacidades humanas, y casi parecería una temeridad pretender hacerlo; no obstante, el apóstol exclama que cumple su misión no por su propia virtud, sino por la de Cristo: «lucho denodadamente con su fuerza, que actúa poderosamente en mí» (Col 1, 29). Álvaro del Portillo fue un pastor fiel, según el anuncio que el profeta Jeremías había hecho al pueblo, de que Dios concedería pastores según su corazón (cfr. Jer 3, 15). Así, el beato Álvaro correspondió a la fidelidad llena de misericordia de Dios, que la Escritura designa como verdad y amor.

Al inicio de esta celebración eucarística, en la oración colecta nos hemos dirigido a Dios, el Padre de las misericordias que colmó al beato Álvaro del Portillo de un espíritu de verdad y de amor. Y es que la gracia actuó con fuerza en este obispo bienaventurado, manifestando con su vida entregada al pueblo de Dios la misericordia del Padre. Lo hizo en una época en la que también los hombres y mujeres siguen necesitados de experimentar la ternura del Padre, que cura las heridas de los corazones, fortalece las almas débiles y reconduce por el buen camino a quien lo había perdido (cfr. Ez 34, 16). Por eso, el beato Álvaro invitaba a acercarse al Señor, a perseverar fielmente a su lado para colmar la vida de dicha: «no ‘le’ dejes, y te enamorarás; sé leal y acabarás loco de amor a Dios» escribió en una ocasión, comentando el punto final de la obra de san Josemaría, Camino.

2. El espíritu de verdad impregnó la vida del beato Álvaro del Portillo. Fue un auténtico colaborador de la verdad (cfr. 3 Jn 1, 8), de esa verdad que salva, que es la fe en el Dios Uno y Trino. Difundió entre muchas personas de la más diversa condición el mensaje evangélico. Siguiendo las huellas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, realizó viajes desde América hasta Oceanía para mantener numerosos encuentros de catequesis, explicando la doctrina cristiana a los hombres y mujeres del mundo de hoy, tanto en países de arraigada tradición cristiana como en aquellos en los que el anuncio de Jesucristo aún se sigue abriendo paso. En su colaboración con la Sede Apostólica fue un fiel custodio de la tradición de la Iglesia, al mismo tiempo que sabía que había que transmitirla a sus contemporáneos con la misma fuerza y vivacidad de la Iglesia primitiva. En este sentido, colaboró eficazmente en los trabajos del Concilio Vaticano II, cuyas enseñanzas se encontraban constantemente en su predicación y empeño pastoral: especialmente la llamada universal a la santidad, el papel insustituible de los laicos y su libertad, la vocación y misión de los sacerdotes.

Como servidor de la verdad, el beato Álvaro también promovió la creación de universidades y centros de enseñanza, impregnados del espíritu evangélico. En una época que exalta el valor de la libertad, no dejó de recordar que la verdad hace libre al hombre (cfr. Jn 8, 32), y específicamente, la verdad de la dignidad de los hijos e hijas de Dios.

Por eso, junto a este servicio infatigable a la verdad —y como fundamento imprescindible—, en la vida del beato Álvaro contemplamos un espíritu de amor rebosante. Era una caridad operativa, que lo llevó a secundar constantemente al fundador del Opus Dei de una manera silenciosa, pero no por eso menos eficaz. En esta entrega tampoco faltaron los dolores y contradicciones, que supo llevar con una auténtica paz, reconfortado por la gracia de Dios. Así, podía decir lo mismo que san Pablo escribía a los de Colosas: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

En su ministerio pastoral, supo ser un sembrador de paz y de alegría. Muchos testigos recuerdan la mirada serena del beato Álvaro, que transparentaba una profunda relación filial con Dios Padre, y que comunicaba espontáneamente la paz de quien se sabe hijo muy amado. En sus viajes pastorales invitaba a las personas que lo oían a dejar que esta serenidad cristiana gobierne su actividad diaria, haciendo del trabajo, de la vida familiar y las demás realidades cotidianas una ocasión de encuentro con Jesucristo.

Sabía también este santo pastor que la paz solo puede llegar a la comunidad humana si las relaciones que le dan forma están llenas de justicia y de amor. Por eso, en viajes y cartas pastorales encontramos invitaciones apremiantes a no ser indiferentes hacia la suerte de los demás hermanos. Porque el Señor llama a todos a ser también instrumentos de su misericordia, aliviando las necesidades materiales y espirituales de los hombres que comparten con nosotros la existencia. Así, son numerosas las iniciativas de beneficencia y promoción social cuyo origen está ligado de un modo u otro a la vida y predicación del beato Álvaro.

3. «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor» (Jn 10, 16). Podemos decir que esta inquietud del Señor estuvo fuerte en el corazón de pastor del nuevo beato. Su mirada se dirigía a todo el mundo. Por eso, con sus enseñanzas, oración y ejemplo impulsó a sus hijos e hijas a trabajar en los ambientes más variados, convirtiéndolos en una ocasión de presentar la figura de Jesús a las personas con las que convivían. En efecto, como enseña el Papa Francisco, «todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús»[7]. Animó a muchos cristianos a ser consecuentes con su vocación de ser luz del mundo, dejándose iluminar por el Señor. En algunas ocasiones, comparaba la fuerza transformadora de la Eucaristía en las almas con el sol cuyos rayos, en el ocaso, parecen incendiar la tierra: así también los cristianos pueden brillar y dar luz por donde se muevan, si reciben al Señor en el Sacramento del Altar.

Llevar la luz y el calor de Cristo a todas las almas: ese fue un afán que caracterizó la vida del nuevo beato. Por eso, secundó la llamada de san Juan Pablo II de realizar una nueva evangelización en los países en los que se había obscurecido el mensaje de alegría y misericordia de Nuestro Señor. Y también comenzó el apostolado de la prelatura del Opus Dei en otros sitios donde todavía no se había afianzado el Evangelio.

Como nos lo recuerda el Papa Francisco, «la nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados»[8]. Esta Misa en acción de gracias es también una invitación para que reavivemos todos nuestro compromiso apostólico. La celebramos en este templo, que custodia la venerada imagen de Santa María, Salus Populi Romani. A ella acudió el Santo Padre Francisco a la mañana siguiente de haber sido elegido sucesor de Pedro. El beato Álvaro también fue numerosas veces peregrino de este santuario mariano. Así, el 1 de enero de 1978 estuvo rezando aquí para iniciar un año mariano de acción de gracias por el 50º aniversario de la fundación del Opus Dei. Sabía que para llegar a Jesucristo el mejor camino es recurrir a su Santísima Madre, según estas palabras del fundador del Opus Dei, que había recibido en lo más profundo de su corazón: «A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María».

Queridos amigos, también hoy queremos confiar nuestro camino cristiano a la protección de Santa María. Y repetimos nuestro agradecimiento al Señor que, por la mediación de su Santísima Madre, nos ha mostrado su misericordia en la vida del beato Álvaro del Portillo: ¡que el nuevo beato interceda para que seamos buenos hijos de tan buena Madre! Así sea.

[1] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 1-XII-1997, en Lettere pastorali, vol. I, p. 362.

[2] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 120.

[3] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 1-XI-1998, en Orar. Como sal y como luz, edición a cargo de José Antonio Loarte, Barcelona, 2013, pp. 210-211.

[4] Gabriele della Balda, Álvaro del Portillo Il Prelato del sorriso che guidò l’Opus Dei, p. 8.

[5] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 11.

[6] Conc. Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 14.

[7] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 120.

[8] Ibid.

Romana, n. 59, Julio-Diciembre 2014, p. 0.

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