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Prólogo del volumen “El Belén, sus personajes y sus símbolos”, muestra organizada por el Real Monasterio de Santa Clara de Carrión de los Condes (España)

Un año más, el Real Monasterio de Santa Clara, de Carrión de los Condes, organiza una amplia exposición de belenes con ocasión de la gran fiesta de la Navidad. Se trata de una iniciativa muy meritoria, que bendigo de buena gana, pues sale al encuentro de una necesidad especialmente apremiante: la de recordar al mundo el hecho fundamental que ha unido el cielo y la tierra: el nacimiento del Hijo de Dios, encarnado por nosotros y para nuestra salvación, como confesamos en el Credo.

Fieles a esta tradición, las madres clarisas prolongan en nuestros días el entusiasmo que movió a san Francisco de Asís a escenificar por vez primera este santo acontecimiento, que señala un antes y un después en la historia de la humanidad. Ocurrió en uno de los bosques de Greccio, población de Umbría (Italia), en pleno siglo XIII. Francisco había peregrinado a Tierra Santa y probablemente ese viaje encendió aún más en él la devoción a la Humanidad Santísima de Cristo. En Roma, pidió permiso al Papa Honorio III para montar un belén viviente, que recordara a los cristianos la noche de la primera Navidad. Con la ayuda de un fiel amigo, dispuso las cosas para cumplir ese deseo: «Evocar con viveza la memoria de aquel Niño celeste que ha nacido allá en Belén, y suscitar a la vista del pueblo y a mi corazón lo incómodo de sus infantiles necesidades, verlo yacer sobre un poco de paja, reclinado en un pesebre, calentado por el aliento de un buey y una mula»[1].

Aquella noche de Navidad de 1223 el Poverello de Asís coronó su sueño, experimentando de manera plástica la grandeza y novedad del misterio de la encarnación y haciendo partícipes de su gozo a las poblaciones de los alrededores. Según Tomás de Celano, primer biógrafo de san Francisco, todas las gentes del lugar se reunieron en el bosque de Greccio, con antorchas y cirios encendidos para iluminar la noche. Francisco vestía los ornamentos diaconales y cantó el evangelio de la Natividad en la Misa celebrada por un conmovido sacerdote. Francisco pronunció un sermón en el que se refirió a Jesús llamándolo “Niño de Belén”. Estaba de pie al lado del pesebre, y —según su biógrafo—, lleno de piedad, muy movido por un gozo inefable, «al nombrar al Niño de Belén o al decir simplemente “Jesús”, se lamía con la lengua los labios, casi como gustando la dulzura de ese nombre»[2].

A este evento se refirió Benedicto XVI pocos años atrás, en una audiencia sobre el significado de la Navidad. «Celano narra que, en aquella noche de Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la cercanía de san Francisco. Y añade: “Esta visión coincidía con los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos que le habían olvidado, y quedó profundamente grabado en su memoria amorosa” (Vita prima, n. 86)»[3]. Añadía el Papa que aquella primera representación de la Navidad ha supuesto, para la vida de los fieles, «el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que, en Navidad, Dios ha llegado a ser verdaderamente el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros, del que no nos separa ninguna barrera ni lejanía»[4].

También en estos tiempos nuestros resulta muy preciso “resucitar” en los corazones de los creyentes la convicción de que el Hijo eterno de Dios, movido por su misericordia (por su condescendencia, decían los antiguos Padres de la Iglesia), se ha hecho verdaderamente uno de nosotros, ha tomado sobre sí nuestras flaquezas —a excepción del pecado— para redimirnos de nuestras culpas. El Dios santo y eterno, que no podía morir, se hizo hombre para padecer como nosotros la muerte y así librarnos de la tiranía del demonio y hacernos hijos de Dios.

La celebración litúrgica del Nacimiento de Jesús, con las numerosas manifestaciones de piedad popular que la acompañan, constituye un momento de gran importancia para que esta verdad resplandezca ante los ojos y el corazón del pueblo cristiano, y también ante innumerables hombres y mujeres que, en el mundo entero, celebran de algún modo la Navidad aun sin conocer su significado. Por eso, la instalación del belén en los hogares y en las ciudades es una recia manifestación de fe, capaz de despertar a un mundo que tiene el riesgo de olvidar las realidades eternas, concentrándose en las pasajeras.

Tratemos de hacer revivir en nosotros el mismo asombro y el mismo entusiasmo de san Francisco en aquella noche de Navidad en tierras de la Umbría. La raíz griega de esa palabra, entusiasmo, contiene una referencia a la inspiración divina que suscita en quien la recibe: pasión, alegría, admiración, arrebato, fervor de espíritu... Y así sucede en verdad, cuando consideramos el significado del nacimiento del Niño de Belén. Sus lecciones de humildad, pobreza, abandono, son siempre actuales, y quizá más en nuestra época, atravesada por tensiones que desembocan en el olvido de Dios y en el rechazo del prójimo. En Jesús Niño se manifiesta el Dios-Amor: un Dios inerme, que renuncia al uso de la fuerza, porque desea ser acogido libremente por los hombres. Su nacimiento en el desamparo de Belén, olvidado de todos, excepto de María y de José, nos habla también de la urgente necesidad de salir de nosotros mismos para ponernos gozosamente al servicio de los demás, especialmente de los más necesitados. En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos, ha dicho el Maestro (Mt 18, 3). Entender el misterio de la Navidad exige necesariamente cultivar esta actitud de hijo pequeño, que pone enteramente su confianza en su padre y en su madre, y procura asemejarse al Hijo eterno de Dios, hecho hijo del hombre.

No pensemos, sin embargo, que el acontecimiento de la Navidad es algo lejano en el tiempo, que sólo con ocasión de estas fiestas se coloca en un primer plano. San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, cuando aún era un sacerdote joven, escribió: «Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz»[5]. Repetía —siempre con acentos de novedad— que la cuna del Niño Dios es una cátedra de todas las virtudes; al mismo tiempo, este sacerdote santo enseñaba que en la Santa Misa y en el sagrario, nuestro Señor se encuentra inerme, como en aquellos momentos iniciales de su vida terrena. Espera nuestro agradecimiento, nuestra compañía, nuestro entusiasmo ante la realidad de un Dios escondido, que se digna permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos, oculto bajo el velo del pan y del vino.

Pidamos a Dios Padre, bajo la guía del Espíritu Santo, que en esta gran fiesta de la Navidad sepamos reconocer a Jesús en nuestros prójimos —en los enfermos, en los pobres, en los perseguidos a causa de la justicia—, y que le acompañemos en los tabernáculos donde mora realmente por amor nuestro. Visitémosle a menudo en el «belén perenne del sagrario»[6] —como lo llamaba san Josemaría—, y hagamos conocer su presencia real a otras muchas personas. De este modo, «también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cfr. Lc 2, 20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: “Cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría” (Vita prima, n. 86)»[7].

Muy a propósito viene el Año de la misericordia, querido por el Santo Padre Francisco, para que decididamente nos apoyemos en el Señor, pues en Belén contemplamos una manifestación grandiosa de la Misericordia divina.

Éste es el deseo y la oración que elevo al Cielo, pidiendo a Dios gracia abundante para todos los cristianos, de modo especial para los que decidan honrar el nacimiento del Hijo de Dios instalando el belén en sus casas o visitando con piedad esas representaciones en cualquier lugar del mundo.

+ Javier Echevarría

Prelado del Opus De

[1] Beato fray Tomás de Celano, Vita prima, n. 63.

[2] Ibid., n. 86.

[3] Benedicto XVI, Audiencia general, 23.XII.2009.

[4] Ibid.

[5] San Josemaría, Camino, n. 533.

[6] Cfr. San Josemaría, Camino, edición crítico-histórica, preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, 3ª ed., Madrid, 2004, pág. 1051 (comentario al punto 998).

[7] Benedicto XVI, Audiencia general, 23.XII.2009.

Romana, n. 61, Julio-Diciembre 2015, p. 293-296.

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