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En la festividad del beato Álvaro del Portillo, basílica de San Eugenio (12-V-2017)

1. Acabamos de rezar el Salmo 23 cantando, escuchando y respondiendo: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1). Estas palabras, con las que el salmista nos invita a cada uno a confiar en Dios, ¿están profundamente enraizadas en nuestro corazón? ¿Estamos convencidos de que no nos falta nada, porque él está cerca de nosotros, porque es nuestro pastor, porque realmente nos conoce y nos comprende? ¿Le pedimos, al menos, que haga que esta convicción sea cada vez más fuerte en nuestra vida? Cuánto bien nos hace meditar con frecuencia estos versículos llenos de confianza: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas» (Sal 23,2). Él, y solo él, puede proporcionar a nuestro corazón el descanso que necesita.

2. Quienes hemos conocido al beato Álvaro coincidimos en subrayar algo que se percibía inmediatamente: su paz y serenidad. Era mucho más que un simple rasgo de su personalidad, algo temperamental. El beato Álvaro conseguía infundir paz allí donde estaba porque se refugiaba en la paz y en la fortaleza de Dios. Don Álvaro fue un buen pastor que cuidó del rebaño del Opus Dei porque se dejaba guiar y proteger por Jesús, el Buen Pastor que conoce a sus ovejas (cfr. Jn 10,14). Pidamos al Señor, por intercesión del beato Álvaro, que nos ayude a ser hombres y mujeres de paz. En nuestros días —en los que se advierte con frecuencia un déficit de serenidad en la vida social, en el trabajo, en la intimidad de la familia…— es cada vez es más urgente que los cristianos seamos, según la expresión de san Josemaría, «sembradores de paz y alegría». La paz del mundo depende, tal vez, más de nuestras disposiciones —personales, ordinarias y perseverantes— de sonreír, de perdonar, de quitar importancia... que de las grandes negociaciones entre los Estados, por importantes que esas sean.

3. Incluso en los momentos difíciles de la vida del mundo y de la Iglesia no faltó al beato Álvaro la serenidad que, junto con su prudencia y fortaleza, le dio el temple del buen pastor. Y así fue, para muchos, un guía seguro y un verdadero Padre. Es posible aplicarle a él las palabras con las que san Josemaría abría una vez el corazón a un grupo de fieles del Opus Dei: «Vuestras preocupaciones, vuestras penas, vuestros desvelos son para mí una continua llamada. Querría, con este corazón mío de padre y de madre, llevar todo sobre mis hombros»[1]. Así vivió don Álvaro, con esa actitud de la que habla el profeta en las palabras que acabamos de escuchar: «Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones» (Ez 34,12). Hay muchas manifestaciones de su caridad pastoral, atestiguadas por personas bien distintas: todas encontraron un lugar en su corazón. Todas gozaban de su atención, pues él restaba importancia a sus limitaciones físicas ocasionadas por el cansancio, la enfermedad o la edad. El decreto que reconoce las virtudes heroicas del beato Álvaro señala la fidelidad como el hilo conductor de sus virtudes: "Fidelidad indiscutible, sobre todo, a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad; fidelidad a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación cristiana en cada momento y en cada circunstancia de la vida»[2].

4. Jesús espera de nosotros que lo sigamos con fidelidad: fieles a la vocación cristiana, al compromiso de crecer progresivamente en la identificación con Jesucristo, en las múltiples actividades de la vida ordinaria, con la fuerza que recibimos en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración y en la recepción de los sacramentos, especialmente en la Penitencia y la Eucaristía. Debemos manifestar a muchas personas que Dios los ama, que por ellos —por cada uno— Jesucristo dio su vida en la Cruz. Como dice el Papa Francisco: «La alegría del encuentro con él y de su llamada lleva a no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia»[3]. En enero de 1989, durante una peregrinación a Fátima, el beato Álvaro dirigió una oración a la Virgen en voz alta. Le decía: «Sé que nos oyes siempre, pero aún así hemos venido desde Roma para decirte lo que ya sabes: que te amamos, pero queremos amarte más. Ayúdanos a servir a la Iglesia como ella quiere ser servida: con todo el corazón, con entrega absoluta, con lealtad y fidelidad». Te pedimos, beato Álvaro, que nos obtengas del Señor esta gracia: servir a la Iglesia por amor de Dios, cada uno desde su propio lugar en el mundo, con sus compromisos, con sus proyectos, con sus dificultades.

He querido leeros estas palabras del beato Álvaro hoy, en la víspera del centenario de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima. El Santo Padre ha viajado a ese lugar tan querido por todos los cristianos. Nosotros también podemos acercarnos a la Cova da Iria en esta Santa Misa. Y en el mes de mayo, especialmente dedicado a María, hagámoslo también con el Rosario, la oración predilecta de Nuestra Señora. Mientras acompañamos al Papa Francisco en este viaje, decimos a nuestra Madre las mismas palabras que el Papa le dirigía en la consagración a la Virgen de Fátima, en octubre de 2013: «Custodia nuestra vida entre tus brazos: bendice y refuerza todo deseo de bien; reaviva y alimenta la fe; sostiene e ilumina la esperanza; suscita y anima la caridad; guíanos a todos nosotros por el camino de la santidad»[4]. Así sea.

[1] [San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 6-X-1968, en AGP, P01, VI-1969, p. 13.]

[2] [Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas del siervo de Dios Álvaro del Portillo, 28-V-2012.]

[3] [Francisco, Discurso, 6-VII-2013.]

[4] [Francisco, Oración en el acto de consagración a la Virgen de Fátima, 13-X-2013.]

Romana, n. 64, Enero-Junio 2017, p. 131-133.

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