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En la Vigilia Pascual, iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, Roma (16-IV-2017)

[Inglés]

«Surrexit Dominus vere, alleluia!», el Señor ha resucitado verdaderamente, ¡aleluya! Es el clamor, lleno de alegría, que la Iglesia hace subir el Cielo en este noche santa. «La Vida pudo más que la muerte», decía san Josemaría (Santo Rosario, n. 11). De igual modo que ayer veíamos al Señor morir por cada uno de nosotros, también su resurrección gloriosa es por cada uno de nosotros. Vencedor del demonio, del pecado y de la muerte, desea que todos los hombres y mujeres participemos de su victoria.

¿Y a quién se confía en primer lugar este gozoso mensaje? No a los Apóstoles, que habían huido —excepto san Juan— durante la pasión, dejando solo a Jesús; sino a aquel grupo de mujeres fieles que, aun después de muerto, seguían amándole con todo su corazón. Lo hemos escuchado en el Evangelio. Después de haber hallado el sepulcro vacío, un ángel del Señor les dice: «Vosotras no tengáis miedo; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí porque ha resucitado como había dicho» (Mt 28,4-5). Se les encarga que lo comuniquen a los demás, y así se convierten en «apóstoles de apóstoles».

Nosotros hemos recibido el mismo encargo. Estos días en Roma ha resonado con nueva fuerza en nuestros oídos. Hasta humanamente, se trata de una aventura apasionante. Una misión que se hará realidad con la potencia del Espíritu Santo y con nuestro afán apostólico. En todas partes hay muchísima gente joven, y también personas mayores, que no han oído nunca este anuncio. Han de escucharlo de nuestros labios, verlo reflejado en nuestra conducta.

[Español]

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento históricamente comprobable. Y es, al mismo tiempo, objeto de nuestra fe. Como recordábamos los días pasados, al contemplar la pasión y muerte del Señor, cada vez que se celebra la Santa Misa se actualiza realmente el sacrificio de la Cruz y, a la vez, se hace realmente presente Cristo vivo, Cristo resucitado. Es el modo divino, posible sólo a la sabiduría y a la omnipotencia de Dios, para que cada una de las generaciones de cristianos, hasta el fin de los tiempos, puedan ponerse en contacto inmediato con el misterio de la redención.

¿Cómo sucede esto? Gracias al sacramento del Bautismo. Así lo enseña san Pablo en la epístola a los Romanos, que hemos escuchado: «¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rm 6,3-4).

Esta vida nueva, participación en la vida de Dios, hemos de conservarla y fortalecerla mediante sucesivas conversiones. Hoy se nos presenta la oportunidad de reafirmar nuestra decisión de seguir a Jesús, al renovar las promesas bautismales. Las hicieron por nosotros nuestros padres y nuestros padrinos; o quizá nosotros mismos, si nos incorporamos a la Iglesia siendo ya adultos. Ahora el Señor espera oír la confesión firme, decidida, generosa, de serle fieles. Cuando, respondiendo a las preguntas del celebrante, digáis que estáis dispuestas a renunciar a Satanás, a sus obras, a sus seducciones, y que creéis en Dios Padre todopoderoso, y en su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo, y en la Iglesia Católica, no lo digáis sólo con la boca: ¡que la respuesta salga del corazón! Pensemos cada una y cada uno, en esos momentos, qué significa en concreto para mí, aquí y ahora, ese renunciar al pecado y ese entregarme a Dios. Que sea una respuesta sincera.

[Francés]

No basta esforzarnos personalmente por ser buenos hijos e hijas de Dios. Todos somos responsables de la misión de la Iglesia, todos hemos de hacer apostolado. No es una tarea para especialistas. Es un encargo divino, que se nos ha confiado ahora a nosotros, como hace veinte siglos se confió a las santas mujeres y a los primeros discípulos.

¿Cómo lo haremos? Con la oración. Con el buen ejemplo. Con palabras dichas en confidencia a aquella amiga, a aquella compañera de estudio o de trabajo, que quizá sea una buena persona pero no practica la fe, porque es tibia, porque se encuentra desorientada o metida en caminos equivocados o, sencillamente, porque quizá nadie le ha hablado del amor inmenso de Jesucristo a ella.

Tenemos la responsabilidad de transmitir el conocimiento de la fe y del amor de Dios a las personas con las que coincidimos. Es la invitación que Jesucristo nos dirige ahora, como a los apóstoles: «Duc in altum!», hay que lanzarse mar adentro. No hay lugar junto al Señor para personas calculadoras, cobardes o tibias; hay sitio para los pecadores —como somos todos y todas— pero que desean sinceramente salir de la mediocridad, de la tibieza, para ser verdaderos apóstoles del Señor.

[Italiano]

Caminar en una vida nueva. Al terminar estas jornada romanas, pidamos a la Virgen, Madre nuestra, que nos ayude a tomarnos en serio este propósito. Hay unas palabras de san Juan Pablo II que muchas de vosotras podéis aplicaros de modo especial, porque pertenecéis a la millennial generation, a la generación de este milenio. Decía el Santo Padre, preparando la entrada en el año 2000: «Un milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verle y, sobre todo, tener un corazón grande para convertirnos nosotros mismos en instrumentos suyos» (Novo millennio ineunte, n. 58).

Cuando hayan transcurrido muchos años, y las generaciones futuras piensen en el tiempo que ahora vivimos, podrán contarnos entre los discípulos fieles de Jesucristo, si de verdad nos tomamos en serio nuestra vocación cristiana. ¡Qué aventura tan estupenda! Tenemos a nuestro alcance los medios para ir adelante en nuestros propósitos: la oración, el recurso al sacramento de la Penitencia, a la Eucaristía. Cristo vive: no sólo se hace presente sobre el altar durante la Misa, sino que nos espera en el Sagrario y nos alcanza con su amor omnipotente en toda circunstancia. Acudamos al Sagrario -físicamente si podemos, con el corazón muchas veces- para darle gracias y pedirle que nos aumente la fe, la esperanza, la caridad. Vayamos de la mano de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, porque como escribe san Josemaría en Camino (n. 495): «A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María». Así sea.

Romana, n. 64, Enero-Junio 2017, p. 128-131.

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