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Con motivo de la Misa de inauguración del curso 2019-20 en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma (9-X-2019)

La primera lectura que hemos escuchado nos introduce en la gran fiesta judía de Pentecostés: en aquellos días, muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén. Habían pasado casi dos meses desde la crucifixión. Era la primera vez que los discípulos de Jesús habrían pasado esa fiesta sin su Maestro. La ciudad estaba llena de extranjeros, gente desconocida, que venían «de todas las naciones bajo el cielo» (Hch 2,5), incluso de Roma. Después de la narración de la venida del Espíritu Santo, los Hechos de los Apóstoles hacen referencia a un hecho que nos atañe a todos, también a los que estamos aquí reunidos: todos escucharon a los discípulos hablar de las «grandes obras de Dios» (Hch 2,11).

Hoy comienza un nuevo año académico —el trigésimo quinto— de esta universidad pontificia. Se podría decir que, como la gente que se reunió entonces en Jerusalén, venimos de todas las naciones bajo el cielo. También se podría decir que nuestro deseo, como el de los discípulos reunidos, es hablar de las grandes obras de Dios. Por eso, celebramos la Misa votiva del Espíritu Santo; porque, como Jesús nos dice en el Evangelio que acabamos de proclamar, es el Paráclito quien «nos enseñará todas las cosas» (Jn 14,26) para que nosotros, a su vez, podamos transmitirlas a los demás.

Recuerdo algunas de las palabras de san Pablo cuando, prisionero en esta ciudad de Roma, escribió a Timoteo: «Las cosas que has oído de mí (...) repítelas a personas de confianza, que a su vez sean capaces de enseñar a otros» (2 Tim 2,2). El Señor dirige las mismas palabras a todos los que estamos reunidos en esta celebración eucarística. Hoy el Señor nos llama —a todos y cada uno de nosotros— a formar parte de ese grupo de fieles encargados de transmitir la fe, con profundo conocimiento, cada uno en su propio ambiente: en seminarios, parroquias, congregaciones religiosas o en las muchas ocupaciones ordinarias del mundo.

Santo Tomás de Aquino, patrono de nuestra facultad de Teología, subrayó el valor apostólico de quienes se dedican al estudio y a la enseñanza de la «perfección de Dios»; aunque a menudo pueda parecer un trabajo bastante alejado de la pastoral, la realidad es que quienes forman a los formadores desempeñan un papel muy importante en el anuncio del Evangelio a muchos otros[1]. En realidad, hay mucha más gente en las aulas de lo que se puede ver a primera vista. El estudio profundo se convertirá más tarde en el alimento de muchas personas, que tal vez ni siquiera llegaremos a conocer.

Para llevar a cabo este apostolado de anunciar las «grandes obras de Dios», es indispensable, como recordaba el Papa Francisco, «ponernos de rodillas ante el altar de la reflexión»[2]. No basta con recitar una breve oración antes de empezar a estudiar, sino que hay que fundir ambas realidades en el corazón: «pensar orando y orar pensando»[3].

Cuando aislamos la reflexión intelectual sin integrarla en una relación de amor con Dios y con la vida de los demás, corremos el riesgo de que se convierta en un discurso que, en palabras de san Pablo, «hincha» pero no «construye» (cfr. 1 Col 8,2). Por eso, al recomendar a los cristianos que tengan «doctrina teológica», san Josemaría no ha dejado nunca de unirla a la necesidad de una «piedad de niños», no menos importante[4]. Pidamos al Señor que nos conceda un alma contemplativa, porque solo así podremos descubrir la verdadera profundidad y belleza de su doctrina.

El estudio de la teología, la filosofía, el derecho canónico o la comunicación institucional no puede permanecer desconectado de los problemas y cuestiones de la vida concreta de las personas que nos rodean. Al contrario: el estudio debe ser un servicio a la Iglesia. Benedicto XVI, refiriéndose a la teología de santo Tomás de Aquino, subrayó que hizo su trabajo «en el encuentro con las verdaderas cuestiones de su tiempo»[5].

No nos separemos nunca de la gente, por inercia o por conveniencia. Las aspiraciones y preocupaciones de nuestro mundo también deben entrar en el estudio, la investigación y la oración. Jesucristo lo hizo: escuchó las preguntas espontáneas de los que iban a su encuentro (cfr. Mt 19,27; Mc 12,18; y otros), fue a las casas de muchas personas (cfr. Lc19,5 y otros), participó de cerca en sus alegrías (cfr. Jn 2,2 y otros) y en sus penas (cfr. Lc 8,42 y otros).

Pidamos, pues, al Espíritu Santo que nos recuerde, como hemos leído hoy en el Evangelio, todo lo que nuestro Señor ha dicho, y que nos anime a seguir su ejemplo.

Se dice a menudo que los santos son los verdaderos teólogos, en virtud del conocimiento de Dios alcanzado por el amor. La vida y los escritos de san Josemaría constituyen una fuente muy rica de reflexión académica. Os animo a conocer su figura durante vuestros años de estudio en esta universidad, que él mismo promovió: descubriréis, como en otros santos de la Iglesia, una armonía entre la vida de oración, el estudio profundo y la vibración apostólica.

Como los discípulos que, llenos del Espíritu Santo, proclamaron el mensaje de Cristo en todas las lenguas, también nosotros pedimos al Paráclito que nos ilumine en este nuevo año de estudio para conocer mejor a Jesús. Y en este compromiso, no podemos dejar de dirigirnos también a la Virgen, nuestra Madre: Ella es la que, llena del Espíritu Santo, mejor conoce a su Hijo. Así sea.

[1] Cfr., SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quodlibet I, q. 7 a. 2 co.

[2] FRANCISCO, Video-mensaje (3-IX-2015).

[3] Ibíd.

[4] Cfr. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 10.

[5] BENEDICTO XVI, Audiencia (23-VI-2010).

Romana, n. 69, Julio-Diciembre 2019, p. 240-241.

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